O la historia de un profesor de literatura. O la historia de
un amor efímero y eterno a la vez. Es una de las novelas más bellas que he
leído últimamente.
Su autor, John Williams, nos ofrece una historia sencilla,
que no simple, con la técnica narrativa más elemental: ir contando, día tras
día, año tras año, la vida de un personaje aparentemente anodino: «No superó el
rango de profesor asistente y pocos estudiantes lo recordaron después de haber
asistido a sus clases. […] Los colegas de Stoner, que no le profesaron una
estima particular mientras vivió, hablan muy raramente de él ahora…» (p. 3).
Pero la historia de William Stoner queda profundamente
grabada en el lector. Con prosa fluida y elegante, de una sobriedad casi
pasmosa, Williams nos da una magistral lección de aquel famoso mostrar, no explicar, y de cómo con
pocos trazos, finos y precisos, se puede retratar la esencia de toda una vida.
¿Hasta qué punto Stoner no es un alter ego de su creador?
Williams afirma en el preámbulo de la novela: todos los personajes y hechos son
ficticios. Pero uno se queda con la impresión de que detrás de la novela hay
una experiencia vital, una reflexión sobre el mundo académico y sobre temas tan
eternos como la muerte, el amor y la guerra.
Un amor y un desamor
Stoner es la historia de un amor. El joven aldeano que va a
la universidad para estudiar agronomía se ve alcanzado, un buen día, por las
flechas de un Cupido inesperado. Un curso de literatura y un profesor, viejo,
geniudo y apasionado, hacen virar el timón de su nave. «Es amor, señor Stoner,
dijo Sloane con jovialidad. Está enamorado, así de simple» (p. 20).
El joven Stoner se deja llevar por ese amor. El único que no
le fallará a lo largo de su vida. El único que siempre le devolverá
gratificaciones, incluso en los momentos más amargos. El que le hará vibrar y
dará sentido a cuanto hace.
Paralelamente, conocerá otro amor, lleno de promesas y que
desemboca rápidamente en un desengaño. Se enamora, como un romántico, de una
joven delicada y frágil. Pero esas flechas serán traidoras. Tras un noviazgo
lleno de vacilaciones, bastarán pocas semanas para que Stoner se adentre en la
ciénaga de un matrimonio fracasado, donde el resentimiento y la inquina
envenenarán sus intentos de sanar una relación herida de muerte.
Fruto de esta unión nace Grace, la niña que ilumina sus días
mientras su madre se encierra cada vez más en su mundo. Stoner cuida y ama ese
pequeño milagro: «…la contemplaba con asombro y amor mientras crecía ante él y
su rostro comenzaba a mostrar la inteligencia que se despertaba en su interior»
(p. 111).
Pero esta luz también será breve. Con el paso de los años,
la madre querrá recuperar a su hija y la arrastrará hacia una vida vana y
superficial, hecha de apariencias y convenciones. Grace se dejará arrastrar
solo durante un tiempo, hasta que logre romper con su familia e iniciar una
vida autónoma. La ruptura entre sus padres la marcará para siempre.
Y Stoner, el hombre sencillo, que ansiaba una vida sencilla,
un trabajo vocacional y un amor sincero, se refugiará, cada vez más, en la
literatura. El único amor que no le falla y que le hace sentir que, aún es
«posible vivir, e incluso ser feliz, de vez en cuando» (p. 128).
La universidad
La experiencia universitaria es agridulce. Williams nos
transmite la belleza del oficio de enseñar letras, pero no oculta las sombras
del mundo académico, sus conflictos, las mezquindades, los favoritismos de los
profesores hacia ciertos alumnos, las trampas y los odios larvados y
sostenidos, la prevalencia de la mediocridad ambiciosa frente a la honradez.
A través del personaje de David Master lanza una cruel
definición: la universidad es «un asilo, o ¿cómo lo llaman ahora?, una casa de
reposo para los inválidos, los viejos, los insatisfechos y los incompetentes»
(p. 30). «Es por nosotros que existe la universidad, para los desposeídos de la
tierra; no para los estudiantes, ni para servir el propósito egoísta del
conocimiento, ni por ninguna otra razón que oigas decir. Nosotros damos las
razones […] pero todo es un colorante protector. […] tenemos que sobrevivir. Y
sobreviviremos porque tenemos que hacerlo» (pp. 31-32).
En la novela afloran dos conceptos de educación. Aquella que
aúpa los genios brillantes y audaces, expertos en una sola obra, la que prima
la imaginación, el ingenio, el lustre de un día o de una máscara, frente a la
vieja noción clásica de esfuerzo, disciplina y conocimiento arduo y amante de
las materias. El enfrentamiento entre Stoner y su colega Lomax alcanza el
clímax en el capítulo donde se relata la presentación de la tesis del joven
protegido de Lomax. Incompetente hasta el ridículo, el aspirante es apoyado por
su tutor y logra obtener su plaza en aras a un supuesto humanitarismo. Stoner
topa con el poder de la retórica y la demagogia como armas de doble filo para
modelar la verdad: «¡Cómo logras que parezca sensato! Es cierto, todo cuanto
dices ha ocurrido, pero nada es verdad. No de la manera en que lo dices» (p.
170).
En este enfrentamiento, la integridad de la vieja escuela sale derrotada. Y las intrigas logran arrinconar a nuestro profesor y dificultarle su trabajo. Hoy hablaríamos de mobbing entre compañeros. Es entonces cuando Stoner comienza a morir, lentamente. «Una especie de letargo cayó sobre él…» (p. 178). Ese letargo amenazará su vida una y otra vez, es la sombra de la muerte en vida, la que roba la energía y ahoga el amor, también el amor a las letras.
Flor de un verano
Stoner vivirá, sin embargo, un breve período de primavera.
Un amor efímero e intenso como flor de verano con una mujer con la que
compartirá la gran pasión de su vida. Un amor en cuerpo y alma, carnal e
intelectual, donde la comunión se da en el lecho y entre las páginas de los
libros. El amor que sacará a ambos amantes de la nieve, el frío y el invierno
en que viven. El que les hará olvidar, durante un tiempo, que no hay ante ellos «nada que disfrutar y poco
que recordar» (p. 181) y los llevará a celebrar la «fiesta de la vida».
Placer y aprendizaje: «Habían sido educados en una tradición
que les decía que la vida de la mente y la vida de los sentidos estaban
separadas y eran incluso enemigas; habían creído, sin haberlo cuestionado, que
elegir una suponía sacrificar la otra. Nunca se les había ocurrido pensar que
una podía intensificar la otra; y como su materialización llegó antes que el
reconocimiento de la verdad, les pareció un descubrimiento que tan solo les
pertenecía a ellos» (p. 199).
Pero ese universo hermoso y atemporal, ese mundo «a media
luz en el que vivían y al que llevaban lo mejor de sí mismos» (p. 210) se ve
acosado y derrumbado por la presión del mundo exterior, ese mundo agitado que
se les antoja falso e irreal, pero que termina por envolverlos.
La división no es posible. Y el autor tampoco concede a sus
personajes una vía de escape entre ambos mundos. Katherine es realista: no es
el escándalo social, ni la ruptura familiar, ni los ataques de los colegas, su
mayor amenaza. «Es simplemente la destrucción de nosotros mismos, de lo que
hacemos» (p. 215). Así termina un amor
que nace condenado a morir. Williams nos relata esa muerte con un golpe maravilloso
de concisión y sobriedad. Con rotunda elegancia, sin detenerse en llantos ni en
sentimentalismos. Con delicada crueldad, si es que se puede aceptar la
expresión.
Como lectora, me queda la duda y la rebeldía. ¿Es imposible ser uno mismo sin renunciar al amor? ¿No
tenían otras alternativas? ¿Podían seguir siendo ellos mismos fuera de la
universidad, del asilo, de ese mundo
protector que los construyó y los hizo encontrarse? ¿No hubieran podido empezar
de nuevo? Y esto me lleva más lejos. ¿Son realmente nuestras obras las que nos
hacen? ¿Es la literatura la que hace a un profesor de literatura? ¿O hay algo
más…?
Vanidad de vanidades
Como todo profesor de literatura, Stoner sueña con escribir
y publicar un libro. Cumple su sueño. Con tiempo, trabajo, sin brillos ni
espectáculo. Acaricia su pequeña criatura, casi con reverente temor: «Al
principio se sintió muy orgulloso del libro; lo sostuvo en sus manos y acarició
su tomo sencillo, volvió las páginas. Le pareció delicado y vivo, como un niño.
[…] Después de un tiempo se cansó de verlo, pero nunca dejó de pensar en su
autoría sin una sensación de asombro e incredulidad ante su propia temeridad y
la responsabilidad que había asumido» (p. 102).
Intentará escribir otro. Pasarán los años, los amores y los
desamores. No publicará más. Perderá la ilusión. Al final de su vida el libro,
ese libro publicado y recibido con amor, le acompañará en el último tránsito. Y
caerá de sus manos yertas como hoja seca.
El ansia de publicar, de fructificar y dejar huella impresa en
libros, anhelo de todo escritor, queda también cruelmente retratada. Todo pasa,
todo caduca. Vanidad de vanidades…
Enseñar
Quizás algunos de los párrafos más brillantes de esta novela
son los que describen el drama interno del profesor que se ve incapaz de
transmitir lo que alberga dentro:
Aquellas cosas que conservaba en lo más profundo eran las más profundamente traicionadas cuando hablaba de ellas en sus clases; lo más vivo se marchitaba en sus palabras; lo que más lo conmovía más frío aparecía en su discurso. Y la consciencia de su inaptitud lo descorazonaba tanto que se convirtió en un sentimiento habitual, tanto como el encorvamiento de sus hombros (p. 112).
¿Cuántos maestros se habrán sentido así? Y pienso con cariño y nostalgia en mis profesores de lengua y literatura, que a menudo tenían que lidiar con una clase llena de jovenzuelos despistados y aburridos, reacios a dejarse enamorar por los libros... Pero, poco a poco,
se inicia en Stoner un lento proceso de eclosión hasta que consigue abrirse y ofrecer ese
tesoro.
…poco a poco comenzó a encontrarse menos perdido en su materia, hasta el punto de olvidarse de su inaptitud, de sí mismo, y hasta de los alumnos que tenía delante. De tanto en tanto se veía atrapado por el entusiasmo, tanto que tartamudeaba, gesticulaba e ignoraba las notas que normalmente guiaban sus clases. […] El amor por la literatura, por el lenguaje, por el misterio de la mente y el corazón plasmados en las diminutas, extrañas e insólitas combinaciones de letras y palabras, en la negra y fría tinta; el amor que había escondido como si fuera ilícito y peligroso, comenzó a mostrarse, primero tímido, después audaz y, por fin, orgulloso (p. 113).
Lo entristeció y a la vez lo animó el descubrimiento de lo que podía hacer; más allá de su intención, sintió que había estafado a sus alumnos y a sí mismo. Los estudiantes que había sido capaces de abrirse camino en sus cursos mediante la repetición de pasos mecánicos comenzaron a mirarlo con desconcierto y resentimiento; aquellos que nunca habían hecho un curso con él comenzaron a frecuentar sus conferencias y a saludarlo por los pasillos. Hablaban con mayor seguridad y sentía crecer dentro de sí una cálida y firme severidad. Sospechó que empezaba a descubrir, diez años tarde, quién era él; y la imagen que veía era más y a la vez menos de lo que había imaginado. Sentía que, por fin, estaba empezando a ser un profesor, un hombre para quien su libro es la verdad, un hombre poseedor de una dignidad artística que nada tenía que ver con su estupidez, su debilidad o su inaptitud como persona (p. 113)
Nota: las citas están tomadas de la edición en inglés de The New York Review of Books, 2003. La traducción es de la autora de esta entrada.
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