Del miedo y otras islas


«Las islas son malvadas... y nadie lo sospecha.»

Así comienza el prólogo que Teresa Dovalpage ha escrito para un nuevo libro, Del miedo y otras islas. Otra aventura en la que me he embarcado con mi querida tribu creativa, La Tribu 11. Esta vez hemos publicado nuestra antología de cuentos en versión digital y para imprimir. Y la hemos lanzado en tres plataformas.

Lector aventurero, si te atreves a pasar miedo, a descubrir secretos inconfesables, misterios estremecedores, oscuridades humanas y la belleza deslumbrante de esa constelación de pequeños universos, las islas, te invito a esta travesía.



En PDF, descarga gratuita, conservando su diseño original:

Si compras el libro, todos los beneficios de las ventas irán a una buena causa: la fundación ADEMO, que atiende a menores con discapacidad en la comunidad de Madrid.

Y, como dice cierto personaje de uno de sus cuentos, nadie lanza un mensaje en una botella si no espera ser leído. Todo libro busca lectores y quiere escuchar sus voces. Nos encantará recibir vuestros comentarios e impresiones en la página oficial de la antología:

Aién aristeiein!


Otra entrada que no va de literatura exactamente, más bien de filosofía. Aunque tiene mucho que ver con las letras, como se verá.

Aien aristeiein! Sé el mejor. El primero. El más valiente, el más fuerte, el más rápido, el más bello. El excelente entre todos. ¡Siempre el mejor!

No, no es el lema de un equipo deportivo ni de un grupo de scouts. Es la frase que encarna el valor máximo de la antigua Grecia, el lema de Aquiles y de los héroes homéricos, el afán de todo hombre libre que se preciara: sé el mejor.

Sé el mejor. Así, engastado en versos épicos, este principio ha pasado a infiltrarse en la médula de nuestra cultura occidental. El afán por la excelencia y la competitividad que este principio acarrea son característicos de nuestra civilización. Pero en los últimos siglos no han faltado los detractores de esta mentalidad: para ciertos psicoanalistas conduce directo a la neurosis; para los sociólogos es detonante de la desigualdad; para algún filósofo será causa de violencia y guerras.

Por otra parte, tal como señala Donald Kagan, profesor de Yale, en su curso sobre la antigua Grecia, nuestra civilización ha bebido de otra fuente, la tradición judeocristiana, que nos propone un principio diferente. El sermón de la montaña ensalza a los humildes, a los pobres y a los perseguidos. Es un discurso subversivo que pone el mundo al revés. Toda la cultura que deriva del cristianismo inculca el valor de la humildad y de lo pequeño. Los primeros serán los últimos.

También esta convicción ha sido criticada. Quizás el ataque más rotundo fue el de Nietzsche, que veía en el cristianismo una religión de cobardes y mediocres. Y, hoy, mucha literatura en torno a la autoestima, al «poder que está dentro de ti», va en esta misma línea de forma mucho más edulcorada, menos ceñuda y trágica pero no menos clara. Aunque sospecho que más de un griego clásico, leyendo estos manuales, quedaría espeluznado y tildaría ciertas afirmaciones de clara muestra de la hybris más flagrante. ¿Cuántas veces habremos escuchado o leído: «somos dioses»?

Esta oposición: sé el primero versus sé humilde, no solo se da en un plano filosófico y social. Se reproduce en la vida de cada persona. O, al menos, de muchas personas.

Yo misma crecí con el alma tensada por estos dos valores. Sé la mejor, sé la primera, fue el lema que me quedó grabado en la mente desde los primeros años de colegio. Por otro lado, también me inculcaron desde muy niña la importancia de pensar en los demás, de servir, de no ser egoísta ni aspirar a ser siempre la primera… Afán de excelencia, espíritu humilde. ¿Cómo conjugar ambas?

Occidente, dice el profesor Kagan, es una cultura que vive ese desgarro interior a lo largo de toda su historia. «Se nos exige éxito y competencia al más alto nivel y, al mismo tiempo, se acusa a la gente por perseguir la excelencia en vez de la humildad. Esto es la civilización occidental, amigos». Una civilización esquizofrénica y contradictoria, gloriosa y miserable, capaz de las mayores hazañas, de las peores guerras y de extender hasta el último rincón del mundo la bandera de los derechos humanos.

¿Es posible encontrar una síntesis? Entre endiosarse y humillarse, ¿hay un término medio? ¿Se puede aspirar a la excelencia sin caer en la neurosis o en la competitividad asesina? ¿Se puede ser humilde y a la vez libre para vivir una vida plena y creativa?

Quiero creer que sí. Releyendo a Martín Descalzo me topo con esta frase que parece que me ha estado acechando: «Todo hombre debe dar dos pasos: el primero, aceptarse a sí mismo; el segundo, exigirse a sí mismo. Sin el primero camina hacia la amargura. Sin el segundo, hacia la mediocridad».

Pues sí. Humildad para aceptarse ―¡qué paz!― y coraje para exigirse ―¡la alegría del logro!―.

De momento, estoy convencida de que la humildad es un principio insuperable para convivir con uno mismo y con los demás. Pero cuando estoy sola escribiendo, desafiándome a mí misma, ratón en mano y la pantalla de mi ordenador enfrente, ¡que viva Homero!

Aién aristeiein!