Una mujer increíble

Una mujer increíble… ¿Hermosa? ¿Seductora? ¿Enigmática? ¿Peligrosa? Todo esto y mucho más es Isabel, mujer con nombre de reina y cuerpo de diosa, que anima las páginas escritas por Manuel Navarro Seva en una novela que se lee increíblemente bien.

No, Isabel no es una musa caída, como la Safo de Daudet; ni una rica heredera hambrienta, como la Thérèse Martin de Anatole France; ni una casada insatisfecha, como Emma Bovary. Aunque comparte algo del misterio, el drama y la miseria de estas heroínas. También su amante, como los hombres de aquellas, tiene madera de artista, cornudo y marido apaleado. Y como telón de fondo asoma, ¡no podía faltar!, la eterna y romántica París… Pero estamos en Madrid, en el siglo XXI. La mujer de esta historia tiene glamour de cine y sencillez de maruja; dice cocretas, cocina mal los macarrones y se le enreda el cordón umbilical con el sexo.

Es fascinante. Y, tal como ella atrae a sus amantes, el narrador de su historia atrapa al lector, cazándolo con guante de seda. Los lectores que lo conocemos sabemos que Manuel Navarro es de prosa austera y cristalina, que fluye sin darse uno cuenta. En esta novela, introduce el suspense con igual suavidad. La narración se desliza con sosiego, pero… ¡uno no sabe, realmente, qué va a ocurrir a la vuelta de página! Ese factor inesperado, esa incertidumbre, ese ¡ay!, que mantiene en vilo al atormentado protagonista, también mantiene al lector alerta y deseoso de saber más. Pocas veces he visto el suspense manejado con tanto acierto, y además en un relato no policíaco ni de acción.

Del final nada diré, pensando en futuros lectores. Solo que, de entre las muchas opciones que se os pueden ocurrir, ¡posiblemente no sea la que esperáis!

Gracias, Manuel, por brindarnos esta novela. Por convertir uno de tus antiguos cuentos en un relato más largo, que podemos saborear durante más tiempo. Tampoco demasiado. Aunque ya dicen que lo bueno, si breve, dos veces bueno.

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El hielo

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaba por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre…
[…] Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
―Es el diamante más grande del mundo.»
Así empieza y casi termina el primer capítulo de Cien años de soledad. Leí estas palabras por primera vez con once años, en una clase de literatura. Mi paladar de lectora niña y torpe no pudo asimilar la exuberancia de aquella selva de letras, que se me antojaba demasiado enmarañada y hostil. Un pedazo de hielo se me atascó y me alejó de García Márquez y el deseo de conocer su obra durante muchos años… ¡Cuántas lecturas perdidas! Pero ese mismo bloque de hielo irisado, mucho tiempo después, es el que me subyugó y me arrastró a leer toda la novela de corrido, adentrándome en el mundo mágico de Macondo y la saga de los Buendía, asombrándome a cada frase, a cada párrafo… A menudo pienso que el mejor taller de literatura es leer a los clásicos y a los genios. García Márquez es ambos.

Hoy también celebramos el día del libro, el día de Sant Jordi, el 450 aniversario de Shakespeare… Hoy huele a papel y a rosas, las letras tiemblan en el aire como las semillas de los plátanos y los pétalos de los geranios en flor. Hoy huele a literatura, a recuerdo, a eternidad. Porque las letras hacen eternas al hombre, y su espíritu sobrevive no solo en las alturas, sino en las profundidades de las páginas. Ahora Gabo está ya a merced de la luz, en los altos aires donde no alcanzan a llegar ni los más altos pájaros de la memoria…

Buenas noches, escritores que nos habéis alimentado el alma. Buenas noches, príncipes de las letras. Permitidme saludaros con las últimas palabras de Horacio en Hamlet:
Good night, sweet prince, and flights of angels sing thee to thy rest.

La intimidad y el arte

El arte de contar la vida (de darse cuenta de la vida, de tenerla en cuenta) no es más que el arte de vivir. Vivir con arte es vivir contando la vida, cantándola, paladeando sus gustos y sinsabores... Se puede vivir sin arte... Se puede vivir sin intimidad porque la intimidad no es imprescindible para vivir. La intimidad sólo es necesaria para disfrutar de la vida.

¿Qué es la intimidad? A menudo la  confundimos con privacidad, con identidad o con lo inefable. ¿Es realmente posible adentrarse en la intimidad de alguien sin violar su espacio sagrado? A diferencia de los culebrones y los reality show, las obras literarias y artísticas son capaces de poner de manifiesto al lector los verdaderos aspectos de la intimidad de los personajes que aparecen en tales obras, esto es, la forma en que se sienten a sí mismos, de tal modo que dicho conocimiento no supone una violación o profanación de dicha intimidad. Por tanto, la intimidad no se trata de algo inexpresable o incomunicable mediante el lenguaje, de la misma manera en que tampoco consiste en algo que tan solo sería experimentable en la más pura soledad, exenta de toda comunicación con los demás.

La intimidad está ligada al arte de contar la vida (y no, como suele creerse, a la astucia de no contar nada, no sea que luego vayan contando por ahí...), que, dicho sea de paso, es, sin más, el arte.

Son citas de la recensión que un buen amigo ha hecho sobre el libro de José Luis Pardo, La intimidad (Ed. Pre-textos, Valencia).