La gloria de la carne

Esta entrada de hoy no trata de literatura, sino de pintura. Arte, al fin...

Hace unos meses estuve en Madrid y aproveché para ir al Museo del Prado. Hacía muchos años que no lo visitaba y me detuve en pocas salas para admirar ciertas obras ante las que pasé un tiempo breve e intenso, silencioso, dejando que las imágenes me hablaran.

Ese día me impactó como nunca la sala de Rubens. Conocía todos los cuadros expuestos, pero no los recordaba tal como los vi: inmensos, rebosantes de luz y de color, suntuosos, radiantes. Fiesta donde reina el alborozo y la desmesura. Y unas palabras me vinieron a la mente: ¡la gloria de la carne!

Sí, la gloria de la carne estallaba en esos cuerpos carnosos, dúctiles, luminosos y rebosantes. Cuerpos femeninos que una mirada facilona y superficial tacharía de orondas señoras de espléndida celulitis, o de suculentas ternuras escondidas. «Los cánones del pasado». Pero hay más que carne ahí, hay más que un ideal de belleza bárbaro y desfasado; hay un gozo exultante, expansivo, hermoso, divino. Una alegría rotunda y encarnada que me lleva a pensar si esos cuerpos magnificentes no serán una imagen nítida del espíritu.

¿Puede la carne gloriosa ser espejo del espíritu inmortal? ¿Puede esa grasa que se torna gracia convertirse en un símbolo de la psique indomable que no conoce bridas ni corsés? ¿Puede el cuerpo, frágil, efímero, corruptible, ser más que una morada pasajera del alma y convertirse en su voz, en su rostro, en su expresión más bella? ¿No será esta corporeidad humana el mejor instrumento para expresar la vida divina, infinita, sedienta de inmortalidad y de plenitud? El cuerpo, lejos de ser la prisión del alma, ¿no será su mensajero, sus alas, su cáliz precioso, aunque perecedero?

Hay algo de eterno en esos cuerpos tan carnales, tan terrestres, rebosantes de sensualidad y gozo de vivir. Tal vez los filósofos medievales o los místicos del Barroco, no cautivos de un pensamiento esquizofrénico y mutilado, lo comprenderían mejor. Pero hoy, en pleno siglo XXI, la belleza desbordante de Helena Rubens sigue hablándonos, sigue apelando a nuestros sentidos y provocando a nuestra razón.

Salí con las imágenes danzando en mi memoria y un remolino de sensaciones e ideas bullendo. Y yo, que soy una amante del clasicismo y la esbeltez, ex aprendiz de escuálida, di gracias a Dios por esa poca “gloria de la carne” que persiste alrededor de mis muslos y mis nalgas, a pesar de los ejercicios cuartelarios a que la someto y a pesar de las cremas inútiles en las que, creo, no voy a gastarme un euro más.

Si alguien vive en Madrid o cae por ahí, escápese al Museo del Prado y vaya a la sala de Rubens. Porque las fotos nunca dicen la verdad. A la gloria de la carne hay que verla en vivo y en directo, en sus dimensiones, su volumen y su color, como queriendo reventar el lienzo y arrojarse impúdicamente a nuestros brazos.