Historia de una tribu

A todos mis amigos tribales... y de otras tribus


Érase una vez un grupo de locos amantes de las palabras. Estaban siempre hambrientos y devoraban con fruición cuantos libros caían en sus manos.

Un día, estos locos se encontraron en un foro literario, donde dieron rienda suelta a su desmedida prosofagia, y de donde salieron cientos de relatos, coloquios, debates… y ¡hasta fundaron una revista! 

La revista llegó a su mayoría de edad. ¡18 números! Luego el foro cerró… Toda historia tiene su cara, y su cruz. Pero algunos miembros de la variopinta tribu decidieron que había que inventar algo nuevo.

Celebraron cónclave en cierto archipiélago de islas que no aparecen en los mapas corrientes… Allí, entre selvas y cumbres humeantes, se toparon con un mono gracioso y saltarín que les inspiró la malévola idea.

De allí salieron dos criaturas más: una de muerte, y otra de miedo. ¡Estaban llenas de vida! Abrieron las alas y, cual dragones, elevaron el vuelo sobre la jungla amazónica, donde acabaron encontrando guarida tras planear sobre los cinco continentes.

Monki el mono sabio continuó haciendo de las suyas, y así es como la tribu, por puro amor al arte (¿puede hacerse arte sin amor?) parió otra criaturita tan entrañable como los Clicks de Famóbil de nuestra tierna infancia: ¿fue el último regalo?

Todo en esta vida acaba, los años pasan y cada loco con su tema. Los miembros de la tribu abandonaron su refugio en las islas y se dispersaron navegando por el mundo. Pero las letras no mueren, las amistades laten como brasas en la ceniza y las adicciones… tampoco se apagan fácilmente. Los prosófagos siguen devorando libros ―tanto en papel como en pantalla― y, quién sabe, quizás un día vuelvan a reencontrarse en las islas, para contarse sus aventuras y, a lo mejor, engendrar otro dragón alado, con hojas de papel o sin ellas, pero con muchas, muchas palabras titilando entre sus escamas. Monki les estará esperando.

 

3 de diciembre de 1946

Sé que me salgo de tema. Pero en literatura continuamente estamos hablando de engendrar, parir, gestar, dar a luz... ¿Qué es la literatura, que es el arte, sino una forma de maternidad? De otro modo, sí. Pero no deja de ser una cuestión de vida... y de lucha encarnizada contra la muerte y la fugacidad.

Y como es una cuestión de vida, y de maternidad, hoy quiero dedicar esta entrada a la mujer que hizo posible que yo estuviera en este mundo. Una parte de ella está en mis letras, seguro.

Desafiante ante la vida. Con su hermano Jaime (1948).

3 de diciembre de 1946


Ese día nació una niña nació en el seno de una familia emprendedora, en un pueblo de la Cataluña profunda, a los pies de una montaña santa. Le pusieron el nombre de otra montaña santa, el nombre de su madre y el nombre que llevo yo. Ese día, una parte de mí también empezó a vivir.

En realidad, fue antes. Tal vez el 3 de febrero de 1946. Cuando esa niña fue engendrada, en su cuerpo se empezaron a formar miles de pequeñas células semilla, una de las cuales sería parte de mí.

Estoy de fiesta, porque en un día como hoy nació mi madre. Una niña destinada a ser una perfecta ama de casa, pero que se atrevió a sacudirse la tradición de encima y se aventuró a estudiar, trabajar, iniciar una carrera y labrarse su futuro. Una chica demasiado seria para tener novios de baile y veraneo, pero que encontró, muy joven, al único y enorme amor de su vida. Un amor del que hoy continúa tan enamorada como hace más de cincuenta años… Lo sé porque lo veo en sus ojos, cuando mira a mi padre. Como todo matrimonio añejo, a veces discuten. Pero lo que veo en su mirada me dice otra cosa.

En un día como hoy nació una mujer que ha sido artista, obrera, esposa y madre de familia numerosa. Aprendiz diligente y maestra de muchos. Disciplinada y a la vez creativa. Una mujer que, por encima de todo, ha sido valiente, y muy amada. Una mujer que un día pudo escribir: «He hecho todo lo que he querido». Y lo ha hecho, a veces, contra viento y marea.

Mi madre es hermosa. Hermosa a pesar del paso del tiempo. Y fuerte, pese a las fragilidades de la edad. Fuerte porque elige sonreír. Fuerte porque elige siempre la mejor parte, de las personas y de las cosas. Fuerte porque, entre las luces y las sombras de la vida, hace como las plantas, que tanto ama y tan bien sabe cuidar: siempre se alarga hacia la luz. Con el paso de los años todos declinamos. Perdemos fuerza, perdemos memoria y a veces también perdemos los proyectos. Pero hay algo en lo que siempre podemos crecer. Y mi madre, en ese algo ―que es lo más importante, a fin de cuentas―, ha elegido crecer. Seguirá ofreciendo flores, como los viejos almendros, hasta el final.

¡Gracias!


En 1968. Y al lado, Navidad 1970, conmigo en brazos.