Sé que me salgo de tema. Pero en literatura continuamente estamos hablando de engendrar, parir, gestar, dar a luz... ¿Qué es la literatura, que es el arte, sino una forma de maternidad? De otro modo, sí. Pero no deja de ser una cuestión de vida... y de lucha encarnizada contra la muerte y la fugacidad.
Y como es una cuestión de vida, y de maternidad, hoy quiero dedicar esta entrada a la mujer que hizo posible que yo estuviera en este mundo. Una parte de ella está en mis letras, seguro.
Desafiante ante la vida. Con su hermano Jaime (1948).
3 de diciembre de 1946
Ese día nació una niña nació en el seno de una familia emprendedora, en un pueblo de la Cataluña profunda, a los pies de una montaña santa. Le pusieron el nombre de otra montaña santa, el nombre de su madre y el nombre que llevo yo. Ese día, una parte de mí también empezó a vivir.
En realidad, fue antes. Tal vez el 3 de febrero de 1946. Cuando
esa niña fue engendrada, en su cuerpo se empezaron a formar miles de pequeñas células
semilla, una de las cuales sería parte de mí.
Estoy de fiesta, porque en un día como hoy nació mi madre.
Una niña destinada a ser una perfecta ama de casa, pero que se atrevió a
sacudirse la tradición de encima y se aventuró a estudiar, trabajar, iniciar una
carrera y labrarse su futuro. Una chica demasiado seria para tener novios de
baile y veraneo, pero que encontró, muy joven, al único y enorme amor de su
vida. Un amor del que hoy continúa tan enamorada como hace más de cincuenta
años… Lo sé porque lo veo en sus ojos, cuando mira a mi padre. Como todo
matrimonio añejo, a veces discuten. Pero lo que veo en su mirada me dice otra
cosa.
En un día como hoy nació una mujer que ha sido artista,
obrera, esposa y madre de familia numerosa. Aprendiz diligente y maestra de muchos. Disciplinada y a la vez creativa. Una mujer que, por encima de todo, ha sido valiente, y muy amada.
Una mujer que un día pudo escribir: «He hecho todo lo que he querido». Y lo ha
hecho, a veces, contra viento y marea.
Mi madre es hermosa. Hermosa a pesar del paso del tiempo. Y
fuerte, pese a las fragilidades de la edad. Fuerte porque elige sonreír. Fuerte
porque elige siempre la mejor parte, de las personas y de las cosas. Fuerte
porque, entre las luces y las sombras de la vida, hace como las plantas, que
tanto ama y tan bien sabe cuidar: siempre se alarga hacia la luz. Con el paso
de los años todos declinamos. Perdemos fuerza, perdemos memoria y a veces también
perdemos los proyectos. Pero hay algo en lo que siempre podemos crecer. Y mi
madre, en ese algo ―que es lo más importante, a fin de cuentas―, ha elegido
crecer. Seguirá ofreciendo flores, como los viejos almendros, hasta el final.
¡Gracias!
En 1968. Y al lado, Navidad 1970, conmigo en brazos.
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