Érase una vez un bosque...

…de palabras, recuerdos, deseos y secretos. Un bosque donde se ocultan los trasgos y niñas con ojos asombrados de color caramelo buscan la infancia perdida y ese paraíso que no está inhabitado, sino poblado de sueños…

Ana María Matute ha muerto. Nos ha dejado mucho más que una gran escritora. Mucho más que la silla K de la Real Academia de la Lengua. Mucho más que el Premio Cervantes, la nominada al Premio Nobel de las letras, la narradora genial  que sabía contarnos cuentos de niños que no eran para niños, sino para adultos que todavía se dejan sorprender.

Para muchos lectores, Ana María fue el hada de las letras que nos abrió un mundo. O muchos mundos. O quizás ese edén maravilloso que el ser humano añora desde su nacimiento y donde todo es posible, hasta lo imposible.

Ha muerto Ana María, y quizás sobra decir que sus letras no han muerto, porque lo que se escribe, escrito queda, y sobrevive al paso del tiempo. Sus libros la sobrevivirán y conservarán su vida entre nosotros. Pero yo quiero pensar que ella sigue viva, en otra dimensión, desde la que podrá observar esta otra parte, la del mundo que la hizo sufrir y gozar, llorar y escribir ―¡su salvación!— con una sonrisa y ese brillo intenso que animaba sus ojos negros, aún en la fragilidad de su vejez.

Conocí a Ana María Matute en persona, en noviembre de 2009. Le pedí una entrevista para la revista Prosofagia y me la concedió, en su casa. Fue amable y cariñosa, aunque aquel día no se encontraba muy bien. A medida que íbamos hablando, afloraba en ella el genio y la energía interna que la animaba se transmitía a su voz. Fue hablando con ella cuando me di cuenta de que, pese a los achaques del cuerpo, nunca sería anciana. Quien se deja llevar por la vena creativa alberga una vida que no tiene edad. Y en Ana María había un manantial muy profundo. Me dedicó un libro y me sorprendió su caligrafía: recta, firme, con trazos elegantes y una “m” originalísima. Y pensé: esta es ella. No solo sus letras, sino su letra, la retratan. Personal, serena, bella. Y valiente. Porque para ser excelente en las letras no basta con escribir bien, sino con ser audaz y arriesgado. Y Ana María lo era: no temía explorar las oscuridades más abismales del alma humana, como tampoco llevar la expresión literaria hasta los límites que deseaba. Y la frontera, en una gran escritora, siempre es muy amplia…

Conocí a Ana María leyendo y releyendo El polizón del Ulises. Ella me enseñó a valorar un texto bien escrito, y me enseñó a ser atrevida y a buscar la belleza escribiendo. Después he leído otras obras suyas, y he tenido el privilegio de conversar con ella y de escuchar su valoración sobre uno de mis libritos, que le regalé. Hoy la recuerdo, con inmenso cariño, con admiración, y deseando, no imitarla, sino tomarla como modelo de coraje y audacia ―en la vida y en las letras―. En la entrevista que mantuvimos me recitó unas palabras de Cernuda, que eran como su lema inspirador, y que aquí reproduzco:

«Creo en mí, porque algún día seré todas las cosas que amo».

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Podéis leer aquí la entrevista que se publicó en Prosofagia, núm. 6 (página 10 y siguientes).
Su discurso al ingresar en la Real Academia, En el bosque.