Blue Moon

La llamada luna triste o traidora, herética, fantasiosa y traviesa, que altera el ritmo del calendario y las cosechas, aparece cada dos o tres años. Normalmente, cada año cuenta doce lunas llenas. Pero esta noche, 31 de diciembre de 2009, cuando finalizamos la primera década de este tercer milenio de historia anno Domini, tendremos en el cielo una preciosa luna llena, la segunda en este mes y la número trece de este año. La tierra, algo celosa de tanto relumbre, le clavará un mordisquito de sombra que, si aguzamos la vista y las nubes lo permiten, podremos ver en la cara de nuestro satélite.

Si queréis saber más sobre la Luna azul, clicad aquí. En versión inglesa, algo diferente y con más explicaciones históricas y anécdotas, aquí.

Bonita manera de empezar un año nuevo, iluminados por esta luna lunera, musa inspiradora por excelencia de artistas y poetas… A todos los visitantes y amigos del blog, ¡os deseo un magnífico 2010!




Feliz Navidad

A todos los amigos, colegas de foro y seguidores de este blog, os agradezco vuestras visitas, vuestros comentarios y, lo que es más importante, vuestro ánimo y apoyo moral en este itinerario azaroso del "llegar a publicar".

Os deseo una Feliz Navidad y un Año Nuevo lleno de letras y belleza.

Y, como me gusta añadir música a los mensajes, os dejo esta preciosa canción de Gilberto Gil, con PAZ:

-->

Videos tu.tv

¿Dónde está el arte, dónde el placer?

Cuando le comenté a Francesc Miralles, autor de mi agencia, que era afortunado por dedicarse a la literatura profesionalmente, a full time, me respondió que escribir por afición, robando horas al tiempo, también tenía su encanto; supongo que lo dijo porque escribir así permite conservar la libertad y la frescura del que solo escribe por pasión.

Ahora bien, aquellos que escriben por profesión y por encargo, ¿son menos libres? ¿Son menos artistas? ¿Están menos enamorados? ¡Ah, no lo creamos! Y pienso en autores como Shakespeare o Lope de Vega, que escribían por oficio y por negocio, sobre temas manidos y argumentos archi-repetidos. ¿Acaso no encontraban goce escribiendo sus obras? Y nosotros, hoy, ¿acaso no valoramos el arte, la hondura y la originalidad que encontramos en ellas, pese a que la mayoría son remakes de mitos y leyendas tan viejos como la humanidad? ¿Dónde está el arte? ¿Dónde está el placer?

Vuelvo a mis clásicos… mis viejos y queridos clásicos. Los que ponderan el placer por el valor del trabajo bien hecho, la satisfacción íntima de buscar la excelencia, la belleza, el detalle que pone broche de oro a una obra. Aquel «Estima la feina que fas...» de Joan Maragall. El placer y el arte no están tanto en uno mismo, sino en aquello que hace.

Cuando, olvidado de sí, el autor se vuelca en su obra, perdido todo afán de notoriedad, todo orgullo, toda vanidad, entonces su arte roza lo místico y necesariamente ha de relumbrar. Pienso en los pintores del Paleolítico, en los bardos que trenzaron las primeras epopeyas, en los compositores que crearon, a impulso de cuerda y golpe de tambor, esas melodías tradicionales sin autor que aún hoy nos seducen; en los anónimos constructores de catedrales, en los escultores desconocidos que han dejado pedazos de belleza eterna esculpidos en piedras que los sobrevivirán durante milenios… Nada queda de ellos, ni tan siquiera el nombre. Nada, salvo su obra. En ella está el arte. En ella el placer.

Vivir de la pluma

Cuando a mi mentora, Montse Rico, le preguntan si se puede vivir de la literatura, ella suele replicar que depende de la frugalidad de tu dieta.
¿Se pueden compaginar las letras con los garbanzos? ¿Se puede vivir de la literatura sin escribir por encargo? ¿O es mejor dejarse llevar por el romanticismo y olvidarse de las ganancias, en aras de una libertad creativa?
¿Es la vida de un escritor un frenesí de inspiración, un impulso a merced de las musas, un romántico dejarse llevar y escapar de la dura realidad prosaica de cada día?
Hace poco leí estas líneas de Martín Descalzo: «una obra creadora, literaria o artística se asienta siempre sobre una dura vida de trabajo, no sobre improvisaciones más o menos brillantes. Hay mucho que leer, mucho que escribir, mucho que aprender, mucho que tachar para, al final, poder escribir algunas líneas que se sostengan en pie. Incluso son muy pocos los escritores y los artistas que se alimentan de su obra creadora. Los más, al menos al principio, han construido su obra al respaldo de otra carrera que les permite sobrevivir. No es fácil, no, vivir de la pluma. A no ser que, además de la poesía, se tenga una granja avícola».
¡Baño de realismo! Tengo la impresión de que la mayoría de los que escribimos estamos en esta situación. Escribimos porque llevamos las letras en la sangre y queremos dedicar una parte de nuestra vida a ello, pero también somos conscientes de que tenemos ese otro trabajo que nos permite “comer” y que no podemos abandonar, entre otras cosas, porque quizás muchos tenemos familias que mantener y porque la pluma no se sostiene sólo con el alma, sino con un cuerpo de carne y hueso.
Y aquellos que se dedican a las letras a tiempo completo saben, como mi mentora, que, aunque los sueños motivan, en la vida de un escritor también hay mucho sudor y muchos platos de lentejas… Como reza el dicho: “noventa por cien de transpiración, diez por cien de inspiración”.
Acabo con una cita de Salvatore Quasimodo: «Los poetas no caminan sobre las estrellas, sino que son seres diariamente curvados sobre la tarea terrestre». Su mérito no es volar elevándose por encima de este mundo cruel, sino, tal vez, saber hacerlo sin dejar de tener los pies posados firmemente sobre la tierra.

Para quién escribimos III

Y acabo la saga —por ahora— y así dejo el tema. Estoy leyendo La azucena roja, de Anatole France, y he aquí que me topo con este párrafo demoledor:

«¡Oh, mis libros…! En un libro no se dice nada de lo que se querría decir. Es imposible expresarse… Por supuesto, sé hablar con la pluma, igual que otro cualquiera. Pero hablar, escribir, no es nada. Es una miseria, cuando lo pensamos; estos pequeños signos de que se forman las sílabas, las palabras, las frases. ¿Qué queda de la idea, la hermosa idea, bajo estos malignos jeroglíficos a la vez vulgares y extraños? ¿En qué convierte el lector mi página de escritura? En una serie de falsos sentidos, de contrasentidos y de ningún sentido. Leer, oír, es traducir. Hay quizá bellas traducciones, pero no las hay fieles. ¿De qué me sirve que admiren mis libros, ya que es lo que cada uno pone en ellos lo que admira? Cada lector sustituye sus visiones a las nuestras. Le suministramos con qué excitar su imaginación. Es horrible servir de materia para semejantes ejercicios. Es una profesión infame.» (La azucena roja, cap. V)

¡Confío que nadie sienta algo parecido! Aunque sospecho que más de uno, en alguna ocasión, habremos estado cerca de sufrir esa devastadora sensación de soledad e incomprensión hacia nuestras pobres letras.

Sin embargo, mi experiencia en los foros literarios me demuestra más bien lo contrario. Hay lectores que no sólo captan con asombrosa precisión esa “idea” oculta tras la letra, sino que incluso ahondan en ella con penetrante lucidez.

Quisiera acabar la reflexión sobre el lector con otra consideración que he oído en varias personas y autores —no me preguntéis quiénes, porque ya no lo recuerdo—. Hay quien dice que, en realidad, todo escritor escribe, al menos, para un lector muy especial… ¡él mismo!

¿En cuántos blogs o foros no leemos algo del estilo “escribo lo que me gustaría leer”, o “me decidí a escribir la historia que me gustaría encontrar publicada”?

¿Cuántos autores no cultivan el género, el estilo o los temas que les apasionan leer en otros escritores?

Me temo que soy uno de los pocos bichos raros que no lo hago. Escribo juvenil pero apenas leo literatura juvenil, y la verdad es que no me atrae mucho, con la salvedad de uno o dos autores.

Aunque, volviendo a la reflexión anterior, debo confesar que tal vez sí, tal vez escribo para mí misma. Más de una vez lo he pensado. Escribo para mí o quizás para la lectora que fui en mi infancia, la que disfrutaba leyendo Ivanhoe, Miguel Strogoff, Los tres mosqueteros, La isla del Tesoro o El señor de los anillos.

Quizás por eso mis novelas parezcan, en palabras de uno de mis primeros lectores, obras “de esas que ya no se escriben”, o sea, del siglo pasado… ¡o del anterior!

Me animo releyendo el discurso inaugural que un catedrático de literatura ofreció recientemente en una conocida universidad barcelonesa. Cito: «Según afirma el teórico Tomachevski: las obras de actualidad no sobreviven al interés temporal que las ha suscitado, mientras que los temas universales: el amor y la muerte, permanecen inalterables a lo largo de la historia».