«No, no es maravilloso. Es un mundo feo. No como este. Colinas áridas y
polvorientas. Todo pobre, todo seco. Anarres no es hermoso. Allí tenemos
grandes manos y pies… Pero no grandes vientres. Nos ensuciamos, nos bañamos
juntos, nadie lo hace aquí. Las ciudades son pequeñas y aburridas, son
espantosas. No hay palacios. La vida es aburrida, y el trabajo duro. No siempre
puedes tener lo que quieres, incluso lo que necesitas, porque no hay
suficiente. Vosotros tenéis suficiente. Suficiente aire, suficiente lluvia,
hierba, océanos, alimentos, música, edificios, fábricas, máquinas, libros,
ropa, historia. Sois ricos, sois propietarios. Nosotros somos pobres, carentes
de todo. Vosotros tenéis, nosotros no tenemos. Todo es hermoso aquí. Salvo los
rostros. En Anarres nada es hermoso, nada salvo los rostros. Las otras caras,
hombres y mujeres. No tenemos nada más que eso, unos a otros. Aquí ves las
joyas, allí ves los ojos. Y en los ojos ves el esplendor, el esplendor del
espíritu humano. Porque nuestros hombres y mujeres son libres ―no poseen nada,
son libres―. Y vosotros, los poseedores, sois poseídos. Estáis todos
encarcelados. Cada uno, solitario, con un montón de posesiones. Vivís en
prisión, morís en prisión. Esto es lo que veo en vuestros ojos… ¡el muro, el
muro!»
Así
describe Shevek, el protagonista de Los desposeídos, su pobre y desértico planeta, Anarres. Un lugar
desolado, donde sus escasos veinte millones de habitantes sobreviven intentando
hacer real un utópico paraíso anarquista, sin gobierno, sin leyes, sin
coacción, basado en la pura solidaridad humana. En contraste, su planeta
gemelo, Urras, es fértil y próspero, derrochando belleza y arte. Un paraíso
verde y azul que se parece sospechosamente a nuestro planeta Tierra bajo el
gobierno de dos superpotencias que se equilibran en una tensa guerra fría,
luchando sus batallas en los países pobres del hemisferio opuesto. Anarres es
pobre, pero sus gentes son libres; Urras es rico, pero sus habitantes viven
atados por su miedo a perder sus posesiones, por mil juegos de poder y
convenciones sociales, por su competitividad y las leyes del mercado. En Urras
todo se compra y se vende. «¿A dónde ir? A alguien… alguien, otra persona. Un
ser humano. Alguien que pudiera dar ayuda, no venderla. ¿Quién? ¿Dónde?»
La
cara hermosa del planeta tiene otra cara, pobre y oprimida, que aún sueña en la
rebelión. Pero ¿por qué un científico inteligente e inquieto querría abandonar
su utopía anarquista para lanzarse al opulento paraíso de las desigualdades
sociales?
Ursula
K. Leguin, su
autora (1929-2018) fiel a sus inquietudes sociales y políticas, expone una
serie de temas que no han perdido vigencia, ni la perderán. El desarrollo de la ciencia, la comunicación
interplanetaria, la lucha de poder y la lucha de clases, el sentido de la
propiedad, el poder de la información, mercantilismo versus altruismo, el papel
del hombre y de la mujer, la relación entre ambos sexos… Y aún más: la
naturaleza misma de la realidad, del espacio y del tiempo, con frecuentes alusiones a la
física cuántica y a la teoría de la relatividad. Y ¿de qué manera la ciencia
puede afectar a la ética y a la vida de las personas?
Leguin
trata estos temas, con hondura y sensibilidad, en un relato que se va
desplegando en dos escenarios, a lo largo de la vida de su protagonista. El
nudo dramático se intensifica capítulo a capítulo y las cuestiones lanzadas van
convergiendo. Leer Los desposeídos me ha dado largos momentos de reflexión, diálogos
jugosos con algunos amigos y me ha dejado con el sabor intenso de algunos
párrafos y frases, hermosos e inquietantes. Leguin no es ingenua: critica el
capitalismo, pero tampoco idealiza el anarquismo. No en vano el subtítulo de la
novela es Una utopía ambigua. Shevek
marcha de Anarres porque no puede desplegar allí todo su potencial. La sociedad
igualitaria en la que viven no se libra de las debilidades y pecados humanos de
siempre: ni siquiera la anarquía tiene antídotos contra el odio, la envidia, la
culpa y la vergüenza. Puede no haber gobierno, pero los juegos de poder entre
las personas son los mismos. Puede haber igualdad de sexos, pero la tensión
entre la feminidad y la masculinidad sigue ahí; puede haber libertad de
iniciativa, pero no deja de haber obstáculos cuando un individuo sobresale por
su genio entre la mediocridad de la mayoría.
El
protagonista se lanza a emprender una misión, apoyado por su compañera y un
puñado de amigos, pero, finalmente, solo. Y es en el otro planeta, lejos de su
hogar, donde catará esta soledad con más fuerza: «Estaba solo, aquí, porque venía de una sociedad
autoexiliada. Siempre había estado solo en su mundo porque se había exiliado a
sí mismo de su sociedad. Los colonos habían dado un paso. Él había dado dos.
Estaba solo, finalmente, porque había afrontado el riesgo metafísico. Y había
sido lo bastante loco para pensar que podría servir para acercar dos mundos a
los que él no pertenecía…»
Quizás ese sea su error. No
hay verdaderos héroes solitarios. Aunque la revolución se dé en la mente, y sea
algo individual, único, no puede llevarse a cabo sin comunidad. Y aunque un
hombre se sostenga en su espíritu, solo contra viento y marea, al final
necesita una tribu, una presencia cálida donde albergarse, un hogar al que regresar. Shevek
comprenderá esto tras poner a prueba su inteligencia y su capacidad de
adaptación, tras entregarlo todo, sin miedo a perder nada, porque
nada posee. Poseer no es lo mismo que compartir... Choca contra un mundo que no acepta nada gratis, sino que compra
cuerpos y almas, y contra otro mundo que renuncia a la libertad por la
seguridad, sucumbiendo a la tiranía de una mayoría. Posesividad y cerrazón;
competitividad y mediocridad. El desafío es superarlas ambas y encontrar una
salida: romper muros.
Un
aspecto fascinante de esta novela es la reflexión sobre la naturaleza del
tiempo y las relaciones humanas. No puedo dejar de copiar estos párrafos, para
concluir mi comentario admirado hacia una novela que, a mi ver, es una de las
mejores que ha escrito Ursula K. Leguin. Uno de esos pocos
libros que releeré, seguro.
«La plenitud, pensó Shevek, es una función del tiempo. La búsqueda del placer es circular, repetitiva, atemporal. El buscador de variedades, el cazador de emociones, el promiscuo sexual, siempre termina en el mismo lugar. Llega al final y tiene que empezar de nuevo. No es un viaje y un retorno, sino un ciclo cerrado, una habitación cerrada, una celda.
Fuera de esta cámara cerrada está el paisaje del tiempo, donde el espíritu puede, con suerte y coraje, construir los frágiles, improvisados e improbables caminos y ciudades de la fidelidad; un paisaje habitable para los seres humanos.Sólo cuando un acto se da dentro del paisaje del pasado y del futuro es un acto humano. La lealtad, que afirma la continuidad del pasado y del futuro, uniendo el tiempo en un todo, es la raíz de la fortaleza humana; no es posible hacer ningún bien sin ella.Así, mirando en retrospectiva los últimos cuatro años, Shevek ya no los vio como un tiempo perdido, sino como parte del edificio que él y Takver estaban construyendo con sus vidas. Lo bueno de trabajar con el tiempo, en vez de ir en contra, pensó, es que no hay tiempo dilapidado. El dolor también cuenta.»
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