Retórica y demagogia

Cuenta la leyenda que Lisias, el famoso orador ateniense, recibió un día la visita de un cliente que le encargó un discurso. Le pidió que escribiera un alegato para su caso, que debía presentar a juicio. Lisias aceptó y le preparó el discurso. Al día siguiente se lo llevó al hombre y este lo leyó, quedando admirado: Lisias, es un gran discurso, no puedo perder, ¡gracias! Lisias regresó a casa. Más tarde, oyó que llamaban a su puerta. Era su cliente, preocupado. Lisias, he leído el discurso de nuevo. Me equivoqué: está lleno de argumentos contradictorios, hay fallos graves en tu lógica… ¡No se sostiene! Lisias respondió: Calma, amigo. El jurado sólo va a escucharlo una vez.

Estos días he escuchado unos cuantos discursos de diferentes líderes políticos. De todos ellos podría extraer una lección de retórica. Una retórica estudiada e impecable, contenidos humanitarios, tono personal y la dosis justa de pasión y sentimentalismo. He oído discursos que, fuera de contexto, nadie sería capaz de refutar. Discursos que, de entrada, entran y penetran, entusiasman y convencen.

Lo malo es que, como el jurado ateniense, la mayoría de ciudadanos no escuchamos el discurso una segunda vez.

Y lo malo es, también, que muchos de estos discursos, insertados en su contexto global, tampoco se sostienen.

En estos últimos días he podido escuchar y ver, en directo, una muestra espléndida de retórica política. Y también unas cuantas muestras de lo que Platón llamaría demagogia, pura y dura. Es decir, el uso de las palabras para crear un relato y convencer al oyente, aunque el discurso se aleje de la realidad o sólo tenga en cuenta una parte.

Me admiro y me estremezco porque compruebo el poder de las palabras. Palabras tan potentes como las imágenes, tan hirientes como las armas, tan incitantes como la mejor droga. He visto multitudes arrastradas por la emoción. Y he sentido, también, el odio reverberando a flor de piel. Odio que se desata en violencia. Una violencia retórica, verbal y gestual… Tiemblo pensando qué haría una voz que grita odiando si tuviera entre las manos un arma, y no un móvil o una bandera.

He observado dos cosas interesantes, y también inquietantes. La primera es el uso de la pasión. En muchos discursos ha primado el sentimiento por encima de la razón. Han sido discursos para despertar emociones, y ante esto no hay razón que se resista. Las emociones no han sido serenas, ni benevolentes, ni positivas, por más que el discurso se llene de conceptos pacíficos y tolerantes. Las emociones que han encendido estos discursos han sido de rabia, rechazo, indignación y revancha. ¿Saben los oradores que están jugando con fuego?

La otra cosa que he observado en algunos discursos es el tono victimista y la despersonalización del enemigo. El enemigo nunca tiene cara de persona, nunca es humano. El enemigo siempre es una institución, un estado, un ente abstracto que se convierte en el monstruo sin rostro, la fuerza del mal a la que odiar y combatir. Y esto me preocupa. Porque un enemigo sin rostro no es humano. Por tanto, puedo odiarlo. Puedo destruirlo. No cometo delito atacándolo. La historia nos enseña tristes ejemplos de líderes que utilizaron esta misma estrategia para justificar sus genocidios.

No quiero escuchar más discursos. Aunque ahora sé de qué pie calzan nuestros políticos. ¡Buenos discípulos de Lisias! De todos los que he oído, más de diez, muy pocos resistirían una segunda escucha. Uno solo resistió la tentación de jugar con los sentimientos. Uno solo resistió la seducción de la demagogia, del victimismo, del echar culpas a ese enemigo malo y monstruoso que nos quiere devorar… Uno solo se valió casi únicamente de la razón, de los hechos, y no de las armas retóricas. Me pregunto si alguien lo querrá escuchar de nuevo. Me pregunto, con tristeza, por qué somos tan irracionales...

Esta es la belleza contradictoria del ser humano: nuestra pasión nos hace heroicos, capaces de ir más allá de nosotros mismos, de amar y de entregarnos, a una persona o a una causa. Esa es la cara. La cruz es que la misma pasión nos puede enloquecer y destruir. El mismo corazón que ama puede ser morada de odio. Y los retóricos, como buenos psicólogos, lo saben. Conocen nuestros sentimientos y afilan sus armas. ¡Si tan sólo fuéramos conscientes de ello!

Acabo con una cita de otro ateniense célebre, en boca de uno de sus personajes. ¡Ojalá la hiciéramos nuestra! Antígona, ante el rey Creonte: «No nací para compartir el odio, sino el amor». 

La tierra

Dicen los nativos de Norteamérica que nadie posee la tierra, en realidad, es la tierra la que nos posee a nosotros.

¡La tierra! Madre, nutridora, hogar y jardín, camino y refugio. Por ella los hombres luchan, negocian y componen versos encendidos. Por ella se regatea, se investiga y se calcula. Sobre ella y en ella se excava, se clava, se riega y se envenena. Por ella vivimos y por ella morimos. Todos los pueblos atesoran en su memoria el sueño de una Tierra Prometida…

Los hombres pasan y los gobiernos se suceden. Las fronteras cambian y las banderas ondean y perecen. También los nombres pasan. Pero la tierra permanece. Quizás sí, sea cierto, que es ella la que nos posee, y no nosotros a ella. Nunca seremos sus dueños, aunque arraiguemos en ella. En realidad, somos sus huéspedes, temporales y efímeros como la hierba de los prados.

Quizás, si lo entendiéramos así, dejaríamos de luchar por ella y dejaríamos de ver al otro, al extraño, al extranjero, al de afuera o al vecino que piensa diferente como un enemigo que nos invade o nos roba. Porque la tierra no entiende de nombres. En su seno caben todas las raíces. Como una madre, no hace excepciones. Todos los que la pisan son hijos.

¡La tierra! Es un don, como la vida. No la hemos ganado ni la hemos merecido. Conquista o posesión son delirios de humanos que olvidaron las raíces y se embriagaron de nombres. Nombres, ideas, escudos y banderas…

Adiós. No quisiera escribir esto. No quisiera decir adiós a esos amigos que quieren irse porque esta tierra, de pronto, les resulta hostil. ¿Puede ser hostil una madre? Nunca, nunca, nunca. Los hermanos sí pueden ser hostiles. Dicen que defienden su tierra, cuando la están hiriendo de muerte.

Uno de mis bisabuelos creía en la tierra. También creía en los nombres, y en las ideas. Era un ferviente republicano que vio cómo su casa era expoliada y su familia amenazada por las milicias que armó el gobierno en quien creía. Imagino su dolor, la rabia íntima y el vacío interior. ¿En qué cree un hombre que ve cómo sus ideales se derrumban? Quizás siguió creyendo en la familia que estuvo a su lado mientras los amigos se iban; en el Dios que calla cuando las armas cantan; en el Sol, que siguió saliendo cada día sobre los aviones que arañaban el cielo y el polvo de los bombardeos. Quizás siguió creyendo en algunas palabras… palabras de amor entre discursos falaces. Quizás siguió creyendo en la tierra. Antes de alguien, ahora de nadie. O de todos. Por unos años, dueña de sí misma, liberada del arado y la hoz, dejándose cubrir por las espigas locas y las hierbas salvajes. 

Somos polvo de estrellas y al polvo hemos de volver. No somos dueños de la tierra, como tampoco somos dueños de nuestra vida. Tan sólo echamos raíces, efímeras como el pasto, y navegamos por el tiempo, mecidos en un soplo de eternidad. Si comprendiéramos esto… Quizás seríamos más humildes y no perderíamos el tiempo luchando, sino creciendo. Echando raíces y hojas. Dando fruto dulce. Amando. Y muriendo en paz, abrazados por la tierra, alimentando otras vidas con nuestra ceniza mortal.

No poseemos la tierra. Poseemos las ideas, volátiles y ardientes como flechas incendiarias. Poseemos las palabras, espadas de doble filo. Podemos matar con ellas, pero también podemos sanar esa vida que no poseemos… ¡Ah, si lo comprendiéramos! Entenderíamos, también, que hay otra tierra sagrada, la más sagrada de todas. Una tierra que sí tiene nombre, un nombre que resiste a la muerte. El otro ―hermano, extraño, amigo o enemigo―, el otro es tierra sagrada. Ojalá no olvidemos que ese otro ―puñado de polvo de estrellas― vale más que todas las ideas del mundo. 

* * *

Perquè un dia torni la cançó a Sinera

El meu somni lent
de la gran pau blanca
sota el cel clement.
Passo pels camins
encalmats que porten
la claror dels cims.
És un temps parat
a les vinyes altes,
per damunt del mar.
He parat el temps
i records que estimo
guardo de l'hivern.
...
Mai no ha entès ningú
per què sempre parlo
del meu món perdut.
Les paraules són
forques d'on a trossos
penjo la raó.
...
Ara he de callar,
que no tinc prou força
contra tant de mal.
D'un mal tan antic
aquesta veu feble
no et sabrà guarir.
En un estany buit,
manen el silenci
i la solitud.
Sols queden uns noms:
arbre, casa, terra,
gleva, dona, solc.
Només fràgils mots
de la meva llengua,
arrel i llavor.
La mar, el vell pi,
pressentida barca.
La por de morir.

Salvador Espriu

¡Gracias!

Igual que un cocinero cuando saca del horno su último guiso y lo sirve a la mesa, así me siento cuando un libro mío sale a la luz y espero las reacciones de sus lectores. Nadie escribe exclusivamente para sí. Todos, en el fondo, esperamos que otros esperen, ansiamos la expectativa, el saboreo, la satisfacción. Nadie guisa para el aire.  

Por eso estoy agradecida. Agradecida a los más de 300 lectores, amigos o desconocidos, que han descargado mi última novela, Amante reemplazado. Agradecida a los pocos (supongo que han sido mucho menos) que la han leído. Y agradecida, muy en especial, a los que se han decidido a colgar un comentario en Amazon.

Quien escribe no vive de los elogios. Pero todo comentario, incluso si es crítico, es un regalo. Es una señal de vida, es un decir: sé que estás ahí. Te he leído. Existes.  

Cuando publicas tu libro entre miles y miles que a diario se ofrecen a una multitud de lectores ávidos de novedad, cuando pasar desapercibido es lo más fácil y lograr una reseña es casi prodigioso, estos mensajes de aliento, de reconocimiento, de amistad, se agradecen. Mucho.

Seguiré escribiendo. Sigo escribiendo. A todos los que leéis esto, o habéis leído mi novela, o alguno de mis libros, ¡GRACIAS!


Curiosea aquí sobre mi novela Amante reemplazado.

Amante reemplazado


He publicado un nuevo libro, que también he presentado al Premio Literario Amazon 2017. En atención a algunos lectores, amplío un día más la promoción: durante todo el día 7 de septiembre se podrá descargar gratis en su versión Kindle.

Amante reemplazado es una novela donde exploro temas como la feminidad, el amor, la maternidad y otros en un mundo futuro que casi puede ser el nuestro actual. Si queréis dejar vuestras impresiones y comentarios, ¡os lo agradeceré! 

Este es el enlace para descargarlo:

* * *

La fría claridad lunar baña el jardín y baña mi cuerpo. Detrás de mí yace mi amante, tendido en el lecho, con un leve resplandor que se va extinguiendo en su tórax humeante. Se apagó. Se apagó y se me hunde el mundo, aunque sé que basta una llamada de teléfono para que me traigan otro. Basta una llamada... 


Mi mundo perfecto de triunfadora que ha alcanzado sus metas y devora la vida a grandes sorbos se derrumbó en el instante en que un hombre —de carne y hueso—, un hombre canoso, imperfecto, cargando en silencio su bagaje de miseria y secretos, cruzó el umbral de mi puerta con su maletín de herramientas.

Oceano Mare

¿Qué tienen que ver una niña ávida y temerosa de vivir, un pintor que pinta el mar sobre lienzos blancos, mojando el pincel con agua salada, un filósofo obsesionado por estudiar los límites de las cosas, una bella mujer que busca curarse del adulterio, un sacerdote medio poeta, un almirante anclado en tierra firme y un náufrago vapuleado por la vida? Un puñado de personajes insólitos se encuentra en una solitaria hospedería junto al mar, un hostal regentado por una niña que habla como una adulta y cuatro chiquillos que se encaraman a las ventanas y que leen los sueños de sus huéspedes.

Ante ellos, en su pasado y en su futuro, se extiende el mar, el mar océano en cuyo vientre reside una verdad pavorosa y sublime que los acecha. El mar que puede curar el miedo, el mar que desvela secretos, el mar que da vida y la quita. Ma qui, nel ventre del mare, ho visto la verità fare il suo nido, meticolosa e perfetta: e quel che ho visto è un Uccello rapace, magnifico in volo, e feroce.

El mar que todo lo abarca y todo lo envuelve: C’è solo il mare. Ogni cosa è diventata mare. Noi abbandonati dalla terra siamo diventati il ventre del mare, e il ventre del mare è noi, e in noi respira e vive.

Baricco siempre sorprende. Sorprende con sus personajes, con situaciones que rayan lo absurdo y lo trágico, con escenas de belleza sobrecogedora, donde la ternura se mezcla con el horror más devastador. ¿Es posible aunar todo esto en una novela? Baricco lo logra, cautivando con su prosa ágil, a ratos serena, a ratos tormentosa, como el mismo océano, envolviéndote en la historia de sus personajes, obligándote a detener la lectura y a pensar. ¿Qué me está diciendo? Porque leyendo a Baricco no basta quedarse con la literalidad del texto. Queda siempre la sospecha de que algo acecha entre líneas… Algo que el autor no señala, pero que está en manos del lector atisbar, intuir o adivinar. Por eso leer a Baricco, además de ser un goce, es un desafío y una aventura. Nunca sabes a dónde te llevará.  

Desde que leí Oceano Mare ya no he vuelto a ver el mar igual que antes. Cuando voy a la playa y me adentro en las aguas no puedo menos que pensar en este mundo acuático que me envuelve, tan bello, tan transparente… azul aquí, en la costa mediterránea. Pero en otros lugares negro, oscuro e insondable. Misterio que envuelve y que devora. Seno líquido donde brota la vida y naufragan los sueños; donde se mecen los cuerpos y se incuban monstruos. Oceano Mare.   

Memorias de África

Era mi película favorita. Pero nunca había leído la novela de Isak Dinesen (seudónimo de la baronesa Karen Blixen) en la que se inspiró. Hace poco leí una crítica de esta obra en una revista y sentí el impulso de comprarla y leerla. Entré en Amazon y en pocos minutos tuve descargadas en mi Kindle Memorias de África y Sombras en la hierba.

Apenas comencé a leer quedé cautivada. Y comprendí mejor la crítica que había leído. No es simplemente que la novela supere al cine, es que la novela… es una obra completamente distinta a la película. Siendo el filme una obra de arte, la novela es otra historia. La verdadera protagonista, y el verdadero tema, que late en cada una de sus líneas, no es la baronesa Blixen, ni su romance con Denys Finch-Hatton, ni su lucha por tirar adelante su granja y su cafetal. La heroína, el tema y la fuerza motora de la novela es África, y es su gente, sus nativos y sus inmigrantes. Los personajes que en la película quedan en un segundo plano, casi desdibujados, en la novela cobran un protagonismo indiscutible. Es la autora la que se retira para ceder el paso a la tierra, al paisaje, a los kikuyus y a los masai, a los somalíes, a los indios, a los misioneros y a los animales.

Está escrita con una elegancia difícil de igualar. Con la dosis justa de lirismo, las pinceladas justas de introspección, la distancia precisa entre el desapego y la emoción. Muestra con la objetividad de un fotógrafo, jamás cae en sentimentalismos ni en efusiones apasionadas, pero tampoco renuncia a la subjetividad. Juan Eslava Galán suele decir, hablando del ego del escritor, que la sombra del hortelano molesta en la huerta. Karen Blixen, siendo autora y narradora a la vez, no arroja su sombra sobre las colinas de Ngong… aunque su presencia se hace sentir en la novela. Es subjetiva, claro que lo es, pero no se nota. Su voz está presente en toda la novela, pero no hace ruido.

Me fascina cómo relata una historia de amor sin utilizar la palabra amor más que en una ocasión, y casi como de pasada, como si se le hubiera deslizado. ¿Cómo explicar un romance sin la palabra beso, sin el verbo enamorarse, sin abrazos y sin sexo? ¿Cómo hablar de una pasión profunda sin recrearse en uno mismo? ¿Cómo contar sin contar, mostrando sólo lo externo, lo que cualquier observador podría ver, sin revelar el secreto de una intimidad ardiente?

Hizo de mi casa su hogar. Cazaban juntos, sobrevolaban juntos la sabana y las colinas, cenaban juntos, escuchaban música, conversaban… y planearon juntos el lugar donde querían ser enterrados al morir. Vamos a ir hasta nuestras tumbas. Con vistas al Kilimanjaro y al monte Kenia, a las colinas, a la llanura y a la granja que asomaba entre el arbolado.

Una tumba en las colinas. Donde un león y una leona acuden cada atardecer a otear la pradera. Una tumba bajo la hierba y una hilera de piedras blancas. Mecida por el viento bajo el sol de África. La tierra que, dejándose explorar, hechiza, posee y se infiltra en la sangre. Ahora esta tierra lo recibía, lo tomaba a su cargo y se unía a él.

Memorias de África seguirá siendo, pese a todo, una de mis películas favoritas. Ahora la novela también será una de mis novelas preferidas. Una de esas pocas a las que, de tanto en tanto, me gustará volver.

Nostalgia de la creación

Estoy leyendo la novela más difícil que jamás he leído. Y, a la vez, quizás una de las más hermosas… Difícil como una escalada de alto riesgo, envuelta en la belleza de una prosa poética deslumbrante. No puedo leer más que unas pocas páginas cada día, y a menudo vuelvo sobre los párrafos ya leídos, repasando, saboreando, descubriendo sentidos que no capté en una primera lectura. Lo confieso. No estoy segura de entenderlo todo, no estoy segura de comprender lo que el autor —o sus personajes— quieren decir… Pero intento, al menos, sentir lo que leo, tocarlo, olerlo y respirarlo. Porque, aunque el texto pida un esfuerzo mental, las imágenes que lo envuelven llaman a los cinco sentidos. Filosofía envuelta en sensualidad, pensamiento sumergido en poesía, un debate que gira entre velos de lirismo… ¿Cómo definir esta novela indescriptible?

Dicen que La muerte de Virgilio es una reflexión sobre la finalidad del arte, sobre la misión del poeta, sobre el sentido de la obra literaria. Hermann Broch la escribió en ¡cinco semanas!, mientras estuvo en la cárcel, detenido por la Gestapo, antes de exiliarse de su Alemania natal a los Estados Unidos. ¿Qué tendrán las prisiones, que no sólo no cortan las alas, sino que inspiran a los genios? También san Juan de la Cruz escribió sus versos más encendidos estando encarcelado… Los barrotes que clausuran el cuerpo no pueden aprisionar el alma.

¿Para qué sirve el arte? ¿Es un reflejo de la realidad, o un camino de conocimiento de la verdad? ¿Qué son verdad y realidad? ¿Existe la belleza, o no es más que simple ebriedad con huecas formas? ¿Tiene sentido el arte por el arte, o cuando la belleza se pone en primer plano como fin en sí misma el arte es atacado en sus raíces? ¿Aspira el poeta a la inmortalidad, o la gloria es la meta de los malos poetas? ¿Es el deber del artista la revelación de lo divino por el saber acerca del alma propia?

Virgilio está a punto de morir. En el cenit de su fama, descubre con horror que su gran obra, casi acabada, la épica que debe encarnar el espíritu romano, la Eneida, debe ser quemada. Ni las protestas de sus amigos, ni los argumentos de Augusto, en un diálogo que es un auténtico pugilato dialéctico, logran convencerlo ni liberarlo de su angustia. La memoria de su pasado, el recuerdo de un amor y la proximidad de la muerte lo acosan y le permiten contemplar con lucidez su trayectoria y sus esfuerzos vanos por capturar la vida dentro de sus versos. Entre la inconsciencia del sueño y la clarividencia del día Virgilio intenta comprenderse y hacerse comprender.

…en la respiración de la oscuridad, en la respiración de la noche, y todo, lo sin destino como lo cargado de él, lo terreno y lo humano, había entrado en él, había entrado en su obra, era también su destino, tanto que todo esto, aunque no escrito, aunque nunca sería poetizado, recibió otorgada la promesa de lo imperecedero, la promesa de infinita tradición en un infinitamente transmitido amor, presente de pura ternura por siempre jamás, escuchando lleno de lágrimas la noche que se iba…
…era el mar, era la realidad tritonianamente inmensa del mar, y la obra…, se agitaba en la oscuridad y en el velo de luz… se agitaba en las estrellas empalidecidas, no, aún más, aún más; llenas de la voz escuchaban las aguas, escuchaban los mares, las estrellas, escuchaba la oscuridad y todo lo humano, tanto lo durmiente como lo que despertaba, escuchaban todos los mundos, se escuchaban a sí mismos en todo lo que los llenaba. Lo natural se adaptaba a lo natural y en ello había amor. ¿Había un mal aún?...

Para aquellos que escribimos, torturados entre la pasión que nos empuja y las dudas sobre la valía y el sentido de nuestras letras, Virgilio alimenta la inquietud, sin atenuantes: «La belleza no puede vivir sin aplauso; la verdad se cierra al aplauso»; «¡Quien equipara la verdad con la belleza eterna, elimina la intemporalidad viva, la salvación y la gracia de la voz!»; «todo lo que ocurre por la mera belleza debe sin embargo seguir presa de la hueca nada». «¿Es nuestra la obra, la que cumplimos inclinados sobre la tierra y debemos cumplir humildemente, ya un escudriñar de la profundidad?, ¿es ya aquel esfuerzo en acecho decidido a encontrar la imagen superior?, ¿alcanzamos con nuestro trabajo aquella profundidad, la más infinita, que yace profundamente bajo todo lo inframundanal y al mismo tiempo es la del más alto cielo?»

¿Es nuestra la obra, o es de todos? ¿Servimos al mundo ofreciendo nuestra obra, o servimos a la insegura vanidad del artista que se oculta tras nuestras letras? ¿La poesía es lenguaje, y el lenguaje es conocimiento?
Y entonces se levantó el viento meridiano, el hálito del beso fervoroso de la vida; llegaba rozando apenas perceptible desde el sur, oleaje de lento movimiento, el mar del aliento del mundo que desborda cada día sus orillas, el hálito de los tiempos cumpliéndose, nunca cumplidos, sobre los cuales pasa el astro: soplo de tierra que madura, soplo del olivo, de la vid y de los campos de trigo, soplo del cuidado y la simplicidad, soplo de los establos y de la fruta estrujada, soplo de la comunidad y de la paz, soplo de tierras y más tierras, de campos y más campos, soplo del trabajo que sirve con amor, soplo del mediodía; oh plenitud del mediodía, la más santa, descansando sobre el mundo y los mundos…
Vida y muerte, conocer y sentir, espacio y tiempo, voz y belleza, sentido y vacío… El autor, llevado de la mano de Virgilio, recorre un laberinto por su cielo y su infierno particular, por el mar, la tierra, el aire y el fuego que se agitan en su universo, entre los versos y la cruda realidad de un imperio forjado con la fuerza de las armas. Se desata una danza entre la pluma y la espada, entre el arte y la guerra. 

¿Recomiendo leer esta novela? No lo sé. Aún no la he terminado. Es arduo trabajo, ¿puede el deleite convertirse en tarea? ¿Puede la belleza de las letras transformarse en arma afilada que penetra y desasosiega? Leer La muerte de Virgilio se convierte en doloroso placer. Este libro no puede «devorarse». No se deja leer en dos días, ni en dos meses. Pide tiempo, pide espacio. Pide asimilación. Broch hace suya la angustia de Virgilio… ¿La sentiría así, alguna vez, el viejo poeta romano? Tal vez sí. Tal vez en este libro Broch está retratando, con maestría de poeta y hondura despiadada, el vértigo que se apodera de todos los que escribimos, de todos los que queremos traducir en belleza una realidad que apenas comprendemos y que nos sobrepasa a nosotros mismos. ¡Qué atrevida es la ignorancia!

Nota: Las citas están sacadas de la novela de Hermann Broch, La muerte de Virgilio, publicada por Alianza Editorial.

30 kilos

El saber no ocupa lugar… ¡pero a veces pesa! 30 kilos de papel impreso es lo que han pesado los originales de la última novela que me he arriesgado, ¡después de tantos años sin probar suerte!, a enviar a varios premios literarios.

No creo en los premios. No creo, aunque empecé mi carrera literaria con un premio y alcancé mi cenit con otro. No creo en ellos, porque no me han hecho mejor escritora, ni han aupado mi carrera, ni me han abierto puertas. Me dieron, eso sí, momentos de emoción, satisfacción y euforia personal. Me dieron amigos, buenos ratos y sorbos de gloria ―esa que sabe dulce al paladar y puede acabar indigestándose en tus entrañas―. Los premios no me han alentado porque no los necesitaba para seguir escribiendo. La pasión por las letras ha continuado en la sombra, años después de publicar, recibir un galardón, contar con el apoyo de una agencia puntera y luego ser despedida por ella. He seguido escribiendo, una media de un libro (o más) por año, pese a recibir continuos rechazos de las agencias y editoriales a las que he intentado presentar mis obras.

No creo… pero la fe es algo así como una rebelde sin causa, tenaz hasta la muerte. Por consejo de un buen escritor amigo —a él sí que le ayudó un gran premio, y su carrera ha sido imparable—, he vuelto a la aventura de los premios. Ahí estoy, lanzando mis flechas. ¡Quiera Dios que alguna dé en diana!

He presentado una novela a cinco premios. Esperando en la vieja ley del marketing: si el producto es bueno, de cuatro visitas podrás cerrar una venta. ¡Ojalá sea así! Y si no, alguien leerá mis manuscritos y quizás, aunque no premiada, se me ofrezca la posibilidad de publicarla.

Porque es eso lo que finalmente deseo: publicarla. Es mi primera novela histórica que puede llamarse así con todo el derecho. Basada en hechos reales, con más de doscientos personajes reales, bien documentada y fundada en una sólida investigación. Detrás de esta novela hay diez años de trabajo concienzudo, mío pero sobre todo de otra persona que me es muy querida. Diez años de estudio, investigación, lectura, traducción, corrección… Para mí, han sido casi cinco años de lectura, estudio y escritura, metiéndome en la piel del personaje protagonista, viviendo su historia, sus vicisitudes, sus pasiones y sus dolores. Un personaje que me ha robado el corazón y que espero que, desde algún lugar, sonría viendo tantos esfuerzos por rescatar su memoria. No daré más detalles; el día que sepa que voy a publicar esta novela hablaré más de ella. Sólo diré que su heroína es una gran mujer que tuvo entre sus manos el cetro de la Celtiberia, en palabras de uno de los personajes de su tiempo.


30 kilos. No, no son las palabras las que pesan, sino los libros. El papel y el cartón, los gramos de tinta vertida para encarnar una historia, para dar forma a lo que no pesa, ni ocupa lugar, ni muere nunca… aunque nadie jamás vuelva a recordarlo. 

Sant Jordi, con rosas y gusto

¡Feliz día del libro y la rosa! Que disfrutéis de sol, flores, besos y buenas lecturas.

A todos los amigos y lectores: estaré en la parada de Plataforma Editorial de 12 a 13 h, en Paseo de Gracia 73 (altura Mallorca).

Si podéis y os apetece acercaros, me encantará saludaros.

Recordad que Digerir la vida puede ser un buen regalo para personas que sufren de problemas digestivos... ¡Casi todos conocemos a alguien que los padece!

En cualquier caso, una buena lectura siempre ayuda a espantar los males y a digerir mejor todo: una comida opípara y también la vida. Lo sé por experiencia. ¿Mi mejor medicina literaria? ¡Una buena novela que te meta en su mundo!

Entrevistas, rosas... y libros

La mala bilis es muy inspiradora, pero otras veces, para escribir a gusto, hay que gozar de paz intestina... ¡De la panza sale la danza!

Comparto con vosotros tres entrevistas que me han hecho con motivo de mi última publicación, Digerir la vida. No son muy literarias, precisamente, pero si os interesa hacer buenas digestiones, o conocéis a alguien a quien le puedan ser útiles, aquí tenéis los enlaces.

Entrevista en El Canto del Grillo, emitida el día 2 de febrero por la RNE. Escúchala aquí.
Entrevista en Voces Amigas, de RTVD Toledo. Aquí la podéis escuchar o descargar.
Entrevista en Artesfera (RNE Exterior), emitida el 27 de marzo. Aquí en Facebook. Y aquí en Twitter.
Por último, comunico a mis amigos y lectores que el día 23 de abril, Sant Jordi, el día del libro y la rosa, estaré en la parada de Plataforma Editorial, firmando mi libro de 12 a 13 h. Será en Paseo de Gracia, 73 (Barcelona). Si alguien quiere pasar, ¡estaré encantada de saludarle!