Muchos libros pueden gustar, apasionar, despertar
sentimientos o encender la chispa de la imaginación. Pero pocos te cambian la
vida. Y este no ha sido una gran obra literaria, ni una genialidad poética, sino
un sencillo manual escrito por una japonesa de rostro sonriente y grácil cuerpo
de hada.
La magia del orden,
de Marie Kondo, ha revolucionado la vida de muchas mujeres (y hombres también).
Dicen que es un fenómeno sociológico y editorial, y en las redes sociales
proliferan los vídeos y los canales con seguidoras de este método que cambia la vida… Pero, más allá de
esto, el libro recoge una experiencia, una vivencia muy honda de cómo nos
relacionamos con nuestro espacio vital y con las cosas materiales. No es un
manual de autoayuda más, ni un libro superficial, pese a su tono desenfadado. En
mí, ha tenido la virtud de provocar cambios inmediatos, como aquel hachazo de Kafka, el poder de los libros
que abren surco en la conciencia.
La magia del orden
propone un método simple y rotundo para ordenar tu casa, tu espacio y… de
rebote, buena parte de tu vida. Leí el libro en dos tardes y al tercer día ya
tenía mi plan trazado para aplicar las enseñanzas del libro. Así es como empecé
mi maratón de orden, dispuesta a reorganizar mi casa y mis cosas de una vez por
todas.
Cada día, una categoría de objetos. Marie Kondo propone ordenar
lo que tenemos según cuatro grandes categorías, que a su vez se pueden
subdividir en todas las que haga falta: ropa, libros, objetos varios (en japonés
“komono”) y sentimentales.
Desde el primer momento supe que lo más difícil serían los
libros.
Vacié mis estanterías. Más de mil libros, sin contar
revistas. Mil libros son pocos para una persona que escribe y ama leer (he leído
muchos más prestados de mis padres, de amigos y de las bibliotecas públicas y
universitarias). Pero, aún y así, me parecían demasiados. Tenía seis estanterías
llenas, y al paso que iba, pronto tendría que comprar más… Mi lista de libros
nuevos, “pendientes” de leer, ha ido creciendo con el paso del tiempo, así como
los libros clásicos “que quiero leer algún día” y los que “me gustaron tanto
que los releeré en el futuro”. Amén de revistas, folletos, recortes de periódicos…
Del mismo modo que supe que me costaría sangre desprenderme
de cada libro, supe que quería liberar la pared de mi comedor de sus estanterías.
Quería una pared blanca, una sala limpia, un lugar apacible para estar, leer,
meditar… sin sentir la opresión de seis metros cuadrados de madera atestada de
papel encuadernado. Ergo, ¡tenía que sacar de casa la mitad de mis libros!
500 libros. Ese fue mi holocausto, a cambio de un espacio despejado
donde vivir mejor y más a gusto.
Vacié todas las estanterías. Los apilé en el pasillo. Fui recorriendo
cada volumen, lomo a lomo, título a título. Marie Kondo propone sostener cada
libro entre las manos y preguntarse: ¿Me hace feliz conservarlo?
No logré sentir esa vibración, esa alegría, con casi ninguno. ¿Debería tirarlos todos? Si me ponía a
razonar, tampoco hubiera tirado ninguno. Este me gustó, este no lo he leído,
este me gustaría leerlo, este debería… ¡No, no, no! Todo son trampas. Hace años
que no toco esos libros, y posiblemente pasarán otros cinco años y seguirán ahí,
criando polvo en el olvido. Pobres libros… ellos no se lo merecen, tampoco yo.
Cambié de estrategia: ¿qué libros me apasionan? ¿Cuáles me
llevaría a una isla desierta? Así me costó menos decidir.
Escribí un “GRACIAS” en papelitos adhesivos que enganché
sobre las pilas de libros, en la pared. Gracias por tantas horas de placer, de
aventura, de olvido de mí y de transporte a lugares y épocas remotos o fantásticos.
Gracias por lo que me habéis enseñado, por las lágrimas o las risas que habéis
arrancado de mí, por las horas de sueños y realidades. Por esas vidas múltiples
que he vivido navegando por vuestras páginas. ¡Gracias… y adiós!
Se los llevaron dos chicos en cajas, y les pedí que los
regalaran a una librería de segunda mano. Algunos nuevos, incluso con su
precinto… otros viejos, inquilinos de una casa tras otra. Best-sellers y clásicos,
antiguos y contemporáneos, novelas y poemas, relatos y ensayos… Adiós, adiós.
¿Dónde está la romántica defensora del libro en papel? ¿Dónde
está aquel confort hogareño de sentir el olor, la calidez y la presencia
silenciosa de cientos de libros forrando paredes y llenando muebles? Se fue, se
fue, se fue y llegó el placer de contemplar una pared blanca y vacía, donde
reposar la mente y dejar que se llene de nuevo. Más aire, menos letras. Dicen los
músicos que, en una sinfonía, los silencios son tan importantes como las notas.
Adiós, 500 libros. Me quedan otros 500, que quizás se irán
reduciendo. Quiero seguir leyendo. Posiblemente ahora lea más que antes. (Los
lectores digitales permiten tener una
biblioteca entera en la palma de la mano.) Lo que no quiero es acumular.
¿Cuántos libros me llevaré a la tumba? ¿Cuántos me seguirán
en el más allá? ¿Cuántos quiero dejar a las personas que tengan que vaciar mi
piso, cuando muera?
Pocos, muy pocos. Una pequeña “biblioteca dorada” que quepa
en un maletín. Una pila de libros que se dejen leer con gusto una y otra vez,
que me conmuevan siempre, aunque me los sepa de memoria. Aquellos que han hecho
poso, real, en mí. Aún tengo demasiados.
Adiós a los 500...
El gozo de una pared blanca.
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