Rhadopis, la
cortesana. Cogí el tomo de la librería y empecé a leer, sin esperar mucho
más que una breve novela histórica con ese sabor añejo, especiado y oriental
que Naguib Mahfuz
sabe imprimir a sus relatos. Quería distraerme y me apetecía volver a
sumergirme, durante unos días, en el Antiguo Egipto…
La he terminado en tres días, y he hallado mucho más que distracción,
y mucho más un relato exótico. Aun tratándose de una novela primeriza, con esta
obra Mahfouz ha sabido darme una lección de maestría literaria.
¿Cómo? Con la sencillez y el hechizo de un viejo contador de
cuentos. El autor comienza la historia y no suelta el hilo, tal como si la
estuviera contando durante una larga noche, ante la lumbre. No hay en él artimañas,
saltos adelante y atrás, flashes, cambios de estilo o trucos sofisticados. No.
Relata con transparencia, usando generosamente de su prerrogativa como narrador
omnisciente, siguiendo una secuencia temporal y lógica, casi con inocencia. Los capítulos se suceden, breves y fluidos como las aguas del Nilo que baña los escenarios del relato. Hay
una elipsis. Una sola, aunque el lector puede sospechar qué ocurre
entre líneas. El secreto justo que, una vez desvelado, desencadena la tragedia.
Y en sus incursiones sin reparo, adentrándose en el alma de cada personaje,
Mahfouz nos descubre las variadas facetas del corazón humano. Lo hace de la
misma manera que narra: con nitidez y a la vez con lirismo, sin excesos, pero
con la dosis justa de apasionamiento. De manera que el relato resulta dramático
sin pecar de histriónico; arde sin quemarnos; brilla sin artificios
pretenciosos. Es elegante, y cautiva.
Aquí y allá una frase u otra se quedan grabadas, como
dardos, en la memoria:
¿Es lógico que sufra por la realización de mis deseos, como los pobres? ¡Maldita sea esa filosofía! (pág. 34)
No te extrañes, pues la belleza es tan convincente como la verdad. (pág. 58)
¿Azar? Esa palabra falsea la verdad, señor. Se la asocia con la falta de juicio. Sin embargo, es el único origen de la mayoría de las felicidades y gran parte de las catástrofes. A los dioses no les quedan más que unos cuantos acontecimientos lógicos, señor… (pág. 42)
¿Casualidad, dices, Rhadopis? ¿Y qué es la casualidad sino el destino disfrazado? (pág. 85)
Desde ahora la locura será mi emblema. (pág. 86)
Perdí mi alma en el vasto mundo y la encontré en mi hombre amado. ¿Te das cuenta de lo que es el amor, Shiz? […] Es un asunto extraño, como vos decís, señora… y tal vez más agradable que la propia vida. (pág. 104)
El más fiel a su señor es quien le aconseja sinceramente (pág. 119).
…ella no se inmutó, entablándose en su interior una tremenda lucha entre la mujer de sentimientos y la reina de trono. […] El trono fulminó el corazón y el orgullo estranguló el amor. Se replegó en sí misma, triste y prisionera detrás de las cortinas. Así perdió el combate, con las alas rotas y sin lanzar ni una de sus flechas. (pág. 127)
…lo comparó con sus días de antaño, cuando era fuerte y fría. Supo que desde el día en que el amor irrumpió en su corazón, se había convertido en una mujer débil y angustiada… (pág. 176)
En realidad no la había olvidado sino que estaba oculta en los pliegues de su alma, en un pasadizo escondido que no cesaba de allanar con paciencia y fuerte compromiso con sus responsabilidades. Pero cuando la vio, después de un año, el depósito de su alma estalló y las llamas subieron hasta que la abrasaron. Sintió suplicio, abatimiento, desesperación y el orgullo asesinado. Experimentó la derrota y el tormento dos veces en una sola batalla finalizada. (pág. 178)
―La resignación es la única astucia del débil. Yo permaneceré siempre erguido como una espada contra cuyo filo se aniquilan los traidores (pág. 188).
El amor es verdaderamente un mundo extraño. El suyo propio fluye de la esencia de la misma vida. La fuerza que la atrae hacia su señor es la fuerza de la vida, completa y terrible. Pero el amor de Benamón es absorbente, casi lo aísla de todo y permanece en lejanos horizontes que sólo se hacen perceptibles en su diestra mano, y algunas veces en su lengua trabada y cálida. Qué amor tan delicado por una parte, hasta convertirse en un sueño, y por otra tan fuerte que propaga vida en la muda roca. ¿Cómo piensa deshacerse de él, si no la obliga a nada? (pág. 212)
¡Qué atardecer! Lo estaba esperando, amor mío, con el alma agotada por el deseo y engañada por la esperanza. (pág. 237)
Llenó sus ojos con el rostro de él, sin pensar que dentro de breves momentos ese rostro la dejaría para siempre… (pág. 238)
Suspiró desde lo más profundo de su triste corazón y fijó la vista en el cadáver tendido, contra el que fueron a estrellarse sus esperanzas y sus sueños, esparciéndose por todas partes, como si fueran ensoñaciones diseminadas por el despertar. (pág. 253)
¿Es la novela un canto al amor? Así lo parece en una primera
impresión rápida. Lo canta, sí, y no rechaza tampoco cantar sus sombras. Pero
no es solo esto. Para mí contiene, también, un grito, un lamento. Es un canto
desgarrado sobre lo que mata el amor. Es un poema de duelo sobre la arrogante
fragilidad humana, incapaz de sostener, alimentar y hacer perdurar el amor. Pues
sus protagonistas aman, sin duda, pero en ellos germina algo más fuerte que el
amor, y ese algo ―dejo a otros lectores que lo descubran―, es capaz de segar el
amor de raíz y conducirlo a la muerte.
En suma, ha sido una lectura de esas que inquietan la mente
y remueven el corazón, aunque dejen la miel en los labios.
Nota: las citas son de la edición publicada por Planeta de Agostini, Barcelona, 1998.