Un tema habitual en la ciencia ficción es explorar las
fronteras de lo que es humano. Los seres híbridos entre hombre y máquina,
hombre y animal, cruces entre diferentes especies, reales o imaginarias,
pueblan la literatura de este género; se ahonda en los límites de la humanidad,
de la biología y la conciencia, y de la imaginación surgen criaturas que,
algunos dicen, podríamos llegar a ver con el transcurso del tiempo. Dados los
avances científicos… ¿por qué no?
Estoy leyendo una sugerente novela juvenil, Premio Lazarillo
2015: La vida secreta de las mujeres
planta, de Ledicia Costas. ¿Qué son las mujeres planta? Mujeres que, con el
paso de los años, se van transformando en árboles, y cuya alma está ligada a un
pequeño espíritu o elfo presente en una planta. Hace unos años, Laura Gallego publicó Donde los árboles cantan,
coprotagonizada por un joven medio humano medio árbol. Leemos Danza de Dragones, la quinta novela de
la serie Canción de Hielo y Fuego, y
nos encontramos con los hijos del bosque, esos seres casi inmortales que
también se van “vegetalizando” con el paso de los siglos. Mucho más atrás,
Tolkien dio vida a los Ent, árboles
andantes y sintientes que emprenden una batalla por la supervivencia de su
bosque. Y ¿cómo olvidar a la rosa del Pequeño
Príncipe?
Los seres mitológicos híbridos no son nuevos. En el mundo mágico
y chamánico la transición entre hombre y animal fluye como el agua. Las
religiones más antiguas del mundo engendraron dioses con cuerpos mestizos,
medio animal, medio hombre. Zeus se transformaba en la bestia que le convenía,
cuando quería. Y también los hubo que se convirtieron en flor, como Narciso, o
en árbol, como la bella Dafne. Incluso en libros tan poco amigos de la
mitología y las fantasías, como la Biblia, encontramos imágenes como el hombre
que crece cual árbol frondoso junto al manantial, el grano de trigo que muere y
da fruto, frases poderosas, como yo soy
la vid, vosotros los sarmientos, y la sugerente comparación de san Pablo:
nuestra vida mortal es plantada en esta tierra, como semilla; y brota a una
nueva vida, la resurrección. En la medicina china, se dice que el hombre es
como un árbol, una especie de puente entre el cielo y la tierra: con las raíces
clavadas en tierra, con las ramas tendidas hacia el cielo.
Humanos y plantas, animales y vegetales… Desde el punto de
vista evolutivo, todos procedemos de una misma célula, de un mismo ADN. Todos somos
formas vivientes, amasados con la misma materia y latiendo con la misma energía.
¿Dónde están las fronteras?
En este gusto actual por los humanos-planta se puede atisbar
algo más que una moda. Hay una tendencia, una veta filosófica más profunda que
recorre no sólo la literatura, sino el pensamiento y la ética social.
La consciencia de formar parte de un planeta vivo, la ecología
y la sensibilidad hacia el medio ambiente son el magma donde surgen estas
nuevas fantasías ―nuevas y tan viejas―. También la ciencia, los avances en la
genética, en la inteligencia artificial y movimientos como el transhumanismo
influyen. Hay en el trasfondo un deseo de conexión con la materia viva, una
intuición de hermandad existencial que nos une a la piedra, al roble, al agua y
a las flores. Hay, quizás, un anhelo de comunión profunda con todo lo
existente, un deseo de reconciliación con la naturaleza frente a la tendencia
explotadora y dominante que ha dominado a la civilización humana durante
milenios. Quizás hay, también, nostalgia de una vida más sencilla, con menos
tecnología, menos virtualidad y más hierba, más hojas, más pies en la tierra y
piel bañada de sol.
A fin de cuentas, dicen los genetistas que compartimos un 30
% de nuestros genes con los narcisos, y todos hemos escuchado aquella frase
―literalmente cierta― de que somos polvo de estrellas. Los átomos de nuestra
carne quizás formaron parte de una estrella, un asteroide o un cristal de roca,
y nuestro cuerpo, si lo esparcen en cenizas o lo sepultan en tierra, algún día
será parte de una raíz, de un tallo verde o del mirlo que canta en un jardín.