«No nací para compartir el odio, sino el amor».
Son palabras de Sófocles en boca de Antígona, el más
inmortal, quizás, de sus personajes. Palabras rotundas, salidas de un corazón ardiente, hasta en cosas que hielan,
palabras que eran significativas en la Atenas del siglo V a.C. y que hoy
resultan igual de certeras y dolorosamente actuales.
Estos días recordamos a Nelson Mandela, líder pacífico e
inquebrantable que hizo del perdón su bandera. Las palabras de Antígona podrían
sonar bien en sus labios, igual que en los de tantas personas que,
calladamente, deciden vivir bajo el signo de la reconciliación. De Antígona se
pueden hacer muchas lecturas: política, feminista, religiosa… La mujer rebelde
que se enfrenta al tirano puede ser vista como el ciudadano despierto ante el
gobierno opresor, como la libertad de conciencia ante el pensamiento
autoritario, como la piedad familiar ante la deshumanización de la ley, como el
valor de lo femenino ante la violencia patriarcal. Para muchos estudiosos de la
tragedia, Antígona es la voz de Sófocles defendiendo la democracia ateniense
frente al régimen monolítico de Esparta.
Pero hay una lectura aún más honda que estas. Antígona es
una voz que penetra el tiempo y vence el paso de los siglos porque con unas
pocas palabras nos está revelando lo más genuino de la naturaleza humana. Más
allá de defender una comunidad, un estado, un ideal, Antígona está defendiendo
el valor del amor por encima del odio. Aunque sabe que la victoria,
aparentemente, se la llevará la muerte. Y sí, en la obra, como en toda tragedia
clásica, mueren casi todos… salvo el apuntador. Un apuntador que, dolido y horrorizado ante sus propias decisiones,
comprende que su triunfo es una amarga derrota. Antígona, muerta por defender
el amor, se ha hecho inmortal. Y sus palabras siguen resonando…
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