Mi madre

Dicen que el niño es el padre del adulto.

¿Quieres saber quién fue mi madre?

Mi madre fue una niña salvaje con ojos de duende y sonrisa inocente. Disfrazada de niña buena, carita de ángel… y diablillo con coletas.

Bajo la piel de cordero asoma la pezuña. Una pezuña de lobita tierna, con espíritu de gacela saltadora, que aprendía a afilar sus colmillos en lo oculto, en el silencio.

Viví la infancia, como tantas mujeres de mi generación, nadando a dos aguas: entre una educación que me exigía ser la primera y la pulsión interior que me lanzaba al monte sin caminos; entre el afán de agradar y la necesidad de expandirme; entre la lucha por ser perfecta y la escapada interior hacia mí misma.

La imaginación era mi refugio; crecí jugando, inventando, soñando y viviendo muchas vidas paralelas. La real y las otras. No puedo llamarlas solo ficticias. Para el cerebro todo es real: todo lo que tiene nombre, existe. Todo lo que se piensa, sucede.

¡Cuánto viví, en pocos años! Jamás volvería atrás, pero jamás borraría un solo episodio de mi infancia.

Era nerviosa. Y tenía un amor propio ―honra, dirían los antiguos― extremadamente sensible. Esos eran mis defectos. Hoy pienso que esos dos agujeros fueron las puertas que me abrieron la pista para ser lo que soy. Los nervios y el amor propio me han herido, una y otra vez. Y cuando has vivido lo suficiente sabes que las heridas son grietas por donde entra la luz… Ahora soy una mujer tranquila y me importa bien poco lo que dicen de mí.

Mi madre era una inventora de historias. Escuchaba, leía, escribía, contaba… Plasmé relatos y dibujos en un puñado de papeles y libretas; conté cuentos un sinfín de veces a mis hermanos menores, hilvané historias en los entresijos de mi mente. Luego lo olvidé. Lo olvidé, perdida en el laberinto de la enseñanza, en el ansia por encontrar mi vocación, en la vorágine donde me zambullí, huyendo del vacío existencial que acechaba mi adolescencia. Olvidé quién era mi madre, hasta que sentí su llamada.

Escuché el aullido de la loba salvaje, que ya había crecido. Me llamaba y tuve que acudir pronta a su reclamo. Era una noche de verano.

Conecté mi ordenador, me senté ante el teclado, pulsé la primera frase… Esta es la historia de Maya. Y nació la adulta.

2 comentarios:

Peli-Roja dijo...

Querida Montse, hace tiempo que no me pasaba por aquí ¿como van las quedadas literarias?

Un beso.

Montse de Paz dijo...

Celia, hasta hoy no he visto tu comentario. Bueno, hace tiempo que no quedamos... ¡A ver si antes de Navidad! Cuando nos vemos, estamos muy a gusto y nos alentamos. ¿Y tus poemas, novelas...? Un abrazo.