Leyendo Nevsky
Prospekt he comprendido mejor por qué Manuel Navarro eligió este nombre de
batalla para los foros literarios. Boris.
Nombre eslavo que, además, significa “del norte”. Casi un año de estancia en una
ciudad norteña, San Petersburgo, fue suficiente para marcar su vida ―toda una
vida― y para despertar en él una pasión por las letras que va más allá de la de
un lector aficionado. Es posible que el escritor que Boris lleva dentro naciera
en esta ciudad de noches blancas, catedrales y museos que se miran en las aguas
heladas del Neva y el Fontanka.
Nevsky
Prospekt, diario de un expatriado nos adentra en la Rusia de hoy. Un
país occidentalizado y moderno, donde las multinacionales se han afincado y
reúnen a grupos de trabajo de diversos países; donde el inglés es la lengua franca
y las decisiones dependen de una directiva extranjera, a menudo distante. Pero
en ese ambiente cosmopolita aún queda algo de aquella vieja Rusia de antaño. La
Rusia postmoderna no ha podido ―ni podrá― domesticar el frío. El frío, la
dureza del hielo y la claridad de esas noches de verano siempre marcarán el
carácter de las gentes, que Boris nos presenta como reservado y cauteloso. La
cortesía y el vodka son la pátina de hielo, gentil, que quizás refrena y
contiene el fuego del alma rusa…
En una entrevista con Ana María Matute, me decía que una
novela es fantástica: en ella cabe de todo. Sí, cabe todo, incluso el diario de
un expatriado que, de golpe, sin pretenderlo, se encuentra en tierra ignota y con
una misión profesional no fácil. En las páginas del diario va consignando las
impresiones que día a día va atesorando: rostros, personas, paisajes, comidas…
y aromas. Ah, ¡el olor! Cuando leí esa frase, esa frase corta, sencilla, en la
que el autor describe el olor peculiar, indescriptible, olor a Rusia, fue cuando la novela definitivamente me atrapó. Dice
Joanne Harris, la autora de Chocolat,
que «una novela que no huele, no duele; y, por tanto, no se lee». Nevsky Prospekt huele, y sabe, y se oye,
y se siente. Quizás por eso este diario, escrito con enorme sobriedad, gusta y
envuelve al lector. Con Manuel, conozco esos retazos de Moscú, de Saint Pete, de la costa báltica. Con él
saboreo los menús ―italianos, orientales, rusos…―, me familiarizo con los
rostros nuevos, recorro las calles, siento el frío en la piel y me estremezco
escuchando una sinfonía o contemplando un ballet. Con él, experimento la
soledad. Pues esta novela es una historia de soledad, no por ser transitoria
menos profunda. Manuel, el expatriado, pese a trabajar rodeado de gente, está
solo. Sola está “su casa”, como él bautiza a las anónimas habitaciones de los
hoteles donde vive; solitarios son sus paseos, sus almuerzos y sus cenas, sus
largas horas de lectura o de ocio. La sociedad que lo recibe no lo rechaza,
pero tampoco lo acoge. Vive la nostalgia del hogar, en el lejano Madrid, y
busca llenar su tiempo con lecturas, música, visitas culturales y algunas
salidas nocturnas. Como afirma en una ocasión, para un expatriado es difícil
pasar mucho tiempo en Rusia sin una mujer y sin beber demasiado. Manuel no bebe
en exceso ni rompe la fidelidad con su esposa, su refugio es el tabaco. Como si
esa densa niebla fragante pudiera amortiguar, igual que la nieve, la aspereza
de la soledad.
Juan Eslava Galán, hablando sobre el ego del escritor, suele
recordar que “la sombra del hortelano no debe molestar en la huerta”. Parece
casi imposible que en un diario personal, donde la soledad aletea tras cada
página, la sombra del autor no caiga sobre las letras. Pero en el caso de Nevsky Prospekt esto se cumple
asombrosamente. No en vano la novela lleva por título principal el nombre de un
lugar. Tanto como el narrador, Saint Pete
es la protagonista de este relato. Y la
sombra de Manuel no estorba en la huerta.
Está ahí, con el sentimiento contenido, expresado con austeridad y
sencillez, sin recrearse en contemplaciones narcisistas, sin sobrecargar el
relato con emociones o digresiones metafísicas. Cuando el lector podría esperar
algún estallido, una efusión, o una caída en la elucubración sentimental, Boris
nos sorprende con una, dos frases, cortas, simples, desnudas. Basta con eso.
Una imagen, una impresión. El resto, queda para el lector imaginarlo.