Y hoy plasmo aquí otro pensamiento sobre el poder de la palabra. Es de San Agustín:
«Cuando pienso lo que voy a decir, la palabra ya existe en mi corazón. Pero si quiero hablar contigo, debo hacer presente en tu corazón lo que hay en el mío.
Así, buscando una forma de dejar que la palabra que existe
en mí llegue hasta ti y habite en tu interior, tengo el recurso de mi voz. Su
sonido te comunica mi palabra y su significado. Cuando se termina, se
desvanece. Pero mi palabra está ahora en ti, sin haberme abandonado nunca.» (Sermón
293, 3.)
¿No es
esta la magia del lenguaje? Por medio de él se da algo que, al entregarse, no se pierde. Igual sucede con la escritura: la palabra, en lugar
de voz, toma la forma de un signo escrito, de un conjunto de letras. Y en el
escrito se contiene la palabra que alberga el autor y que pasa a habitar en el
lector. En el acto de la lectura se da esa transmisión,
silenciosa y elocuente. Como una semilla multiplicándose, la palabra se
reproduce y viaja lejos; ya no pertenece solo a quien la escribió, sino a todos
aquellos que la leen y la conservan en su memoria. La palabra es inagotable y fecunda.