Esta entrada no es estrictamente sobre literatura... Pero siento que debo escribirla.
«El sábado 15 de junio una banda de milicianos atacó la
Universidad de Mujeres de la ciudad de Quetta (Pakistán). Colocaron bombas en
el autobús universitario y un kamikaze se hizo explotar cuando profesoras y
estudiantes subían al vehículo. En la masacre murieron atrozmente catorce
personas y más de veinte resultaron heridas…» Leo esta reseña en Catalunya Cristiana del 20 de junio,
firmada por Justo Lacunza, padre blanco y estudioso del Islam. Y sigue: «El
odio de los asesinos continuó su trayecto. Atacaron con saña el hospital donde
habían sido conducidos los heridos, causando más terror, devastación y muerte. Los
islamistas paquistaníes quieren impedir a golpe de bomba y fusil que las mujeres
estudien y reciban una educación. Las quieren iletradas y analfabetas,
sometidas y esclavizadas. Veladas y arrinconadas en los muros domésticos. Alejadas
de la vida pública y administrativa, apartadas del mundo laboral. Con pocos
derechos y muchos deberes. Por eso consideran que la educación seglar es el
opio de la sociedad musulmana […] Me he preguntado muchas veces si los estados,
gobiernos y organismos internacionales perciben la gravedad de prohibir la
educación de las mujeres en países como Pakistán. Millones de mujeres en el
país asiático luchan por sus derechos elementales. Quieren estudiar en las
escuelas y aspiran a formarse en las universidades, pero la tozudez de los
ideólogos islamistas les impide realizar su sueño: ir a la escuela. No hay base
alguna en la religión musulmana que prohíba la educación de las mujeres. No obstante,
los amos del terror lo impiden a toda costa…»
Leo y medito, con tristeza, sobre esta noticia, que no sé si
trascendió a los grandes medios de comunicación, porque no los sigo. Y me digo que
las mujeres de mi generación, que hemos crecido en aires de libertad, dando por
sentada una formación universitaria, y que hemos podido proyectarnos
profesionalmente sin traba alguna, deberíamos de tanto en tanto pensar que
nuestra situación, comparada con la de la mayoría de mujeres del mundo, es de
un enorme privilegio. Ahora mismo estoy escribiendo ante un ordenador, a mi
lado tengo una impresora láser y vivo en un piso modesto, pero decente, donde
he creado mi espacio personal y privado. Trabajo en algo que me gusta y me
dedico unas horas cada semana a escribir, por pura afición; he publicado
algunos libros, convirtiendo mi pasión artística en oficio. Más del 80 % de las
mujeres del mundo carecen de todo esto. Y muchas que luchan por conseguir, al
menos, unos estudios y un mínimo de libertad, se arriesgan a perder su vida,
como estas jóvenes paquistaníes y sus profesoras. Muertas por amor al saber.
Muertas por ir a la universidad. Muertas por querer proyectar su creatividad
más allá de las paredes de sus casas. Muertas por algo que, para las mujeres que
escribimos, en mi entorno, es tan natural que lo damos por garantizado.
Sí, somos unas privilegiadas. Una élite de mujeres
inconscientes de serlo, preocupadas por cosas como la crisis en el sector
editorial, el futuro de los escritores independientes o cómo publicar libros. Otras
pierden su vida por leerlos.