Boris
(Manuel Navarro Seva) está haciendo algo que todos sus amigos de letras le
agradecemos: recopilar en varios libros, como en cajitas del tesoro, todos esos
cuentos dispersos por foros y blogs, que ha ido escribiendo a lo largo de los
años y que tanto disfrutamos muchos en su momento. Ahora los releemos con doble
gusto, pulidos y reunidos en estas colecciones de relatos como la tercera que
acaba de publicar en Amazon, Otras
cosas que no te conté.
Los releemos con gusto, sí, y sabiendo que podemos darnos un
atracón de cuentos sin miedo a que se nos indigesten, porque los cuentos de Boris nunca sientan mal.
Es imposible con una prosa tan limpia, tan falta de pretensiones barrocas, tan directa.
Porque en los
cuentos de Boris, aparentemente tan simples, no hay una frase de más. Todo
tiene su intención y detrás de cada palabra se nos abre un mundo, con suavidad,
casi sin que nos demos cuenta. Boris no hace alarde de efectos especiales, pero
es un gran arquitecto…
Intentaré explicarlo con una imagen del mundo de la pintura.
Leer los cuentos de Boris, para mí, es como disfrutar de esos cuadros
hiperrealistas de pintores como Isabel Guerra
o Iman Maleki, que seducen por la
belleza y los sentimientos que son capaces de despertar a partir de escenas
ordinarias y cotidianas, casi siempre protagonizadas por una o dos figuras
humanas. A primera vista uno podría decir: bueno, es realismo bien plasmado.
Parecen fotografías. ¡Pero no! Esos cuadros son mucho más que “flashes” o imitaciones fotográficas. Son construcciones,
bañadas de realismo plástico, pero creadas por la visión interior del artista.
De la misma manera, los relatos de Boris no son simples retazos de
cotidianidad. No son fotografías
sino invenciones ―ficciones― que, tras el disfraz realista, ocultan una
experiencia íntima, profunda y difícil de encasillar en conceptos abstractos.
Una imagen, un olor, un armario vacío o un puñado de monedas en un cenicero son más elocuentes que un discurso. He aquí la estética de la prosa de Boris. El
cuento La fotografía es un buen
ejemplo de esto, ya que hablamos de imágenes. Con frases ligeras, incluso
coloquiales, Boris nos cuela un gol. La tragedia de toda una vida se desliza
tras una cita informal. Sin aspavientos dramáticos: «…la
encontré muy cambiada, como si hubiera envejecido cien años. Tomamos un café y
nos preguntamos qué había sido de nosotros.» En el relato El reloj de pulsera, algo tan trivial como cambiar las pilas de un
reloj nos conduce a una reflexión existencial: «―¿Tiene
arreglo? ―No, el reloj está muerto ―dijo la joven. Al oír esa palabra sentí un
escalofrío, como si se tratara de una persona querida.» Y en El niño que nació el día del eclipse, lo
prosaico se entremezcla con lo insólito, hasta rayar lo esperpéntico, pero con
tal fluidez que el lector apenas lo siente; y cuando ya imagina terminar el
relato con un sabor de amargura, saltan los fuegos artificiales: «Aquella
misma noche de luna llena fueron los dos juntos a cenar. ... Las estrellas cayeron del cielo sin cesar y un terremoto sacudió la
tierra».
Esa es la magia, la alquimia de Otras
cosas que no te conté. Con la finura del narrador que domina su arte,
valiéndose de una prosa sobria y escenarios muy corrientes nos conduce, casi
sin que nos demos cuenta, a esos temas terribles y profundos que solemos
esquivar en la vida diaria. Y nos obliga a mirarlos de cara. Sin juicios ni
prejuicios, con el asombro y el estremecimiento con que los niños miran por
primera vez el mundo.
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2 comentarios:
Elisabet, qué bien escribes y qué cosas dices. Mil gracias.
Cuando hay de qué bien-decir... ¡no cuesta! :)
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