Una hoguera en un patio recóndito. Pilas de libros, algunos cerrados, otros impúdicamente abiertos, con las páginas desparramadas, el lomo gritando un título, por última vez. Un humo espeso se eleva sobre la pira mientras el fuego, ávido, inexorable, va devorando el papel. Las hojas crepitan y amarillean, se alzan y se ondulan. Y desaparecen en una línea incandescente que termina en el vacío. Las páginas que han ardido juntas crujen, como un hojaldre de ceniza y plata. Las toco con una vara y se desintegran. Las pavesas se llevan revoloteando las palabras, escritas y ya nunca más leídas.
Decía Paco Umbral que para hacer buena literatura en ocasiones era necesario verter sangre. Verter sangre… o quemar. Jamás en mi vida imaginé que, algún día, me encontraría en el rincón de un patio, a resguardo de vecinos y curiosos, quemando libros. Mis libros.
Hace años que quería hacerlo. Esos primeros libros, publicados con más pasión que inteligencia, con la precipitación loca del novel que ansía ver sus letras encarnadas en papel y tinta, me pesaban en la memoria y en el alma. Después de esos, he escrito unos cuantos más, y he aprendido mucho. Necesitaba borrar, quemar, cauterizar ese primer error del pasado ―aunque fue un error necesario, quizás― para seguir caminando sin lastre. Para que de las cenizas de mi vieja novela pueda surgir otra nueva, más densa, más bella, más viva.
Dicen que los objetos sagrados no se tiran jamás: o se guardan o se queman. Yo los quemé. Así pereció, bajo las llamas de un montón de leña de pino, mi primera Balada, con ese halo de inocencia y sacralidad que tienen las primeras obras, vacilantes y audaces, escritas en el secreto, fruto de la pura pasión. Ese fue mi sacrificio.
No hay peor inquisidor que uno mismo. Pero a veces ―de nuevo― es necesario prender la hoguera.