Y acabo la saga —por ahora— y así dejo el tema. Estoy leyendo La azucena roja, de Anatole France, y he aquí que me topo con este párrafo demoledor:
«¡Oh, mis libros…! En un libro no se dice nada de lo que se querría decir. Es imposible expresarse… Por supuesto, sé hablar con la pluma, igual que otro cualquiera. Pero hablar, escribir, no es nada. Es una miseria, cuando lo pensamos; estos pequeños signos de que se forman las sílabas, las palabras, las frases. ¿Qué queda de la idea, la hermosa idea, bajo estos malignos jeroglíficos a la vez vulgares y extraños? ¿En qué convierte el lector mi página de escritura? En una serie de falsos sentidos, de contrasentidos y de ningún sentido. Leer, oír, es traducir. Hay quizá bellas traducciones, pero no las hay fieles. ¿De qué me sirve que admiren mis libros, ya que es lo que cada uno pone en ellos lo que admira? Cada lector sustituye sus visiones a las nuestras. Le suministramos con qué excitar su imaginación. Es horrible servir de materia para semejantes ejercicios. Es una profesión infame.» (La azucena roja, cap. V)
¡Confío que nadie sienta algo parecido! Aunque sospecho que más de uno, en alguna ocasión, habremos estado cerca de sufrir esa devastadora sensación de soledad e incomprensión hacia nuestras pobres letras.
Sin embargo, mi experiencia en los
foros literarios me demuestra más bien lo contrario. Hay lectores que no sólo captan con asombrosa precisión esa “idea” oculta tras la letra, sino que incluso ahondan en ella con penetrante lucidez.
Quisiera acabar la reflexión sobre el lector con otra consideración que he oído en varias personas y autores —no me preguntéis quiénes, porque ya no lo recuerdo—. Hay quien dice que, en realidad, todo escritor escribe, al menos, para un lector muy especial… ¡él mismo!
¿En cuántos blogs o foros no leemos algo del estilo “escribo lo que me gustaría leer”, o “me decidí a escribir la historia que me gustaría encontrar publicada”?
¿Cuántos autores no cultivan el género, el estilo o los temas que les apasionan leer en otros escritores?
Me temo que soy uno de los pocos bichos raros que no lo hago. Escribo juvenil pero apenas leo literatura juvenil, y la verdad es que no me atrae mucho, con la salvedad de uno o dos autores.
Aunque, volviendo a la reflexión anterior, debo confesar que tal vez sí, tal vez escribo para mí misma. Más de una vez lo he pensado. Escribo para mí o quizás para la lectora que fui en mi infancia, la que disfrutaba leyendo Ivanhoe, Miguel Strogoff, Los tres mosqueteros, La isla del Tesoro o El señor de los anillos.
Quizás por eso mis novelas parezcan, en palabras de uno de mis primeros lectores, obras “de esas que ya no se escriben”, o sea, del siglo pasado… ¡o del anterior!
Me animo releyendo el discurso inaugural que un catedrático de literatura ofreció recientemente en una conocida universidad barcelonesa. Cito: «Según afirma el teórico Tomachevski: las obras de actualidad no sobreviven al interés temporal que las ha suscitado, mientras que los temas universales: el amor y la muerte, permanecen inalterables a lo largo de la historia».