Hoy les presento el capítulo II —sí, con números romanos y en plan titular, que queda mejor— de la saga ¿Para quién escribimos?
Hablábamos de la importancia de tener en cuenta al lector, ¡ah, el lector! Destinatario de nuestras letras y afanes, que puede ser un rostro, un nombre, un recuerdo, un público diáfano y concreto o un nebuloso concepto que juega al escondite tras la palabra… Lector…
Podemos dar un paso más allá de la reconciliación entre escribir con placer y a la vez para complacer. Se trata de ver al lector, no como un mero receptor de nuestro producto, sino como alguien que posee criterio, que tiene la mente abierta a las novedades y cuyos gustos y exigencias lectoras evolucionan. Y tener el valor de decir: creo tanto en lo que estoy ofreciendo, y creo tanto en la capacidad del que va a recibirlo, que ya no voy a escribir para gustar al lector; voy a intentar que al lector le guste lo que escribo. ¿Por qué? Porque estoy convencido de que vale la pena.
De esta manera, escapamos a la tentación: renunciamos a ganar audiencia con recursos fáciles y buscamos seducirla tentando su paladar y enseñándola a apreciar otros sabores diferentes.
Por supuesto, es fácil de decir y no tanto de llevar a la práctica. Para educar los gustos lectores y generar nuevas tendencias se requiere arte, tiempo, originalidad y un gran talento como escritor. Pero, ¿quién dijo que un escritor se hace en dos días? Un primer paso es comenzar y dilucidar dónde colocamos nuestras aspiraciones. Quisiera acabar con un texto de Umberto Eco, que multiplicó la afición por la novela histórica construida con rigor y densa en contenido filosófico. Cito de sus Apostillas a El nombre de la rosa (capítulo “Construir el lector”):
«Se escribe pensando en un lector. Así como el pintor pinta pensando en el que mira el cuadro. Da una pincelada y luego se aleja dos o tres pasos para estudiar el efecto… Cuando la obra está terminada, se establece un diálogo entre el texto y sus lectores (del que está excluido el autor)»
«…escribir es construir, a través del texto, el propio modelo de lector.»
«…el escritor escribe con la esperanza, ni siquiera demasiado secreta, de que precisamente su libro logre crear, y en gran número, muchos nuevos representantes de ese lector deseado y perseguido con tanta meticulosidad artesanal, ese lector que su texto postula e intenta suscitar.
La diferencia, en todo caso, está entre el texto que quiere producir un lector nuevo y el que trata de anticiparse a los deseos del lector que puede encontrarse por la calle. En el segundo caso, tenemos el libro escrito, construido según un formulario, adecuado para la producción en serie: el autor realiza una serie de análisis de mercado y se ajusta a las expectativas. Con la distancia puede verse quién trabaja mediante fórmulas: basta analizar las diferentes novelas que ha escrito para descubrir que, salvo los cambios de nombres, lugares y fisonomías, en todas se cuenta la misma historia: la que el público pedía.
En cambio, cuando el escritor planifica lo nuevo y proyecta un lector distinto, no quiere ser un analista de mercado que confecciona la lista de los pedidos formulados, sino un filósofo que intuye las tramas del Zeitgeist. Quiere revelarle a su público lo que debería querer, aunque no lo sepa. Quiere que, por su intermedio, el lector se descubra a sí mismo».