Mi primer diccionario fue
un viejo tocho de mi padre. Él lo
utilizó en sus años de estudiante interno en un colegio perdido en las
montañas, donde se formaban niños como futuros sacerdotes ―¡menos mal que a los
dieciséis años decidió dejar el seminario, o yo no estaría escribiendo esto!―.
El diccionario olía a madera vieja, tenía las hojas amarillentas y más de mil
páginas; mi madre lo forró cuidadosamente con un bonito papel de regalo
reciclado, lila con franjas plateadas, y por encima lo volvió a forrar con
plástico bien resistente.
Me sentía orgullosa de mi
flamante diccionario con historia. Curiosamente, mi mejor amiga, Pilar, tenía
uno muy similar… ¡también herencia de su padre! Las dos presumíamos de tener
los diccionarios más gruesos y antiguos de toda la clase. Cuando queríamos
divertirnos, a espaldas de la maestra, nos dedicábamos a buscar las palabras
más guarras de nuestro repertorio y reíamos hasta las lágrimas cuando
encontrábamos alguna y leíamos la solemne definición que la Real Academia
ofrecía de aquellos términos tan poco ceremoniosos.
Me gustaba mi diccionario,
y me gustaba recordar que, treinta años atrás, mi padre lo había utilizado. ¿También
se dedicaba a buscar palabras prohibidas, hojeando sus páginas? Lo cierto es
que el diccionario conservaba ―conserva― la huella imborrable de un juego
peculiar.
En una de las páginas de
guardas hay una mancha de color rojo intenso. Al lado, garabateada en el mismo
color, aparece su firma. Más pequeño se puede leer, en la grafía angulosa de mi
padre: «sangre de oreja».
El niño de diez años que
aún no sabía si quería ser cura pasaba frío, en las aulas gélidas del colegio
entre montes. Sabañones, infecciones y otitis eran frecuentes entre los internos.
Un día, en clase, debió sangrarle la oreja… y no se le ocurrió otra cosa que
jugar con su propia herida y dejar una marca para la posteridad.
Sangre de oreja. ¡Esa es
la joya del diccionario! A mis compañeras de clase les fascinaba y a menudo me
pedían ver la mancha. Yo se la enseñaba como quien muestra un tesoro, como
quien revela un secreto… Momentos del pasado impresos en la tinta más
indeleble. Una broma inocente quedó escrita
en sangre.
Mi padre tenía la sangre
muy roja. Los años no la han oscurecido, es curioso. Como si el papel de la
guarda conservara, sin envejecer, la vida oculta de aquel niño que fue y que
sigue ahí, escondido en algún lugar. El padre del adulto…
No sé dónde está ahora
ese diccionario. Quizás lo heredó alguna de mis hermanas. Quizás sigue en algún
estante de la biblioteca de mis padres. Me gustaría volver a verlo. Tomarlo en
mis manos, pasar las páginas y buscar una palabra guarra. Y, sobre todo,
acariciar suavemente la mancha de sangre de oreja. El nombre. Las letras. El
único nombre propio en un mundo de mil hojas repleto de nombres comunes.