Hace cuarenta años que
aprendí a escribir. Fue en el jardín de infancia de Astorga, una guardería
moderna y pionera en aquellos tiempos, llevada por unas religiosas italianas que recogían a los niños que vivían lejos con
una DKV y, por la tarde, los devolvían a sus hogares. Eran unas monjas creativas que, entre otras cosas, hacían clases de gimnasia, iniciación al francés,
teatro, excursiones y ballet. Con ellas aprendí a cantar, a leer en público, a
interpretar un hada madrina y a columpiarme en el parque.
Y con la maestra de los
mayores, Doña Eva, aprendí a leer y a escribir. Tenía cinco años.