Los orígenes de la literatura están íntimamente ligados a lo
sagrado. En las culturas del antiguo oriente los primeros escritos que se
conocen fueron himnos a los dioses o cánticos para las fiestas religiosas. En
Grecia, el teatro nace como liturgia de renacimiento o purificación colectiva. La
primera obra teatral que se conserva en castellano es un Auto de
los Reyes Magos escrito como guión
para ser representado en las fiestas de Navidad.
Llega la Navidad, fiesta que ha marcado el calendario
cristiano y la cultura occidental durante dos milenios. Muchos aseguran que es
la cristianización de una fiesta pagana: el solsticio de invierno. Pero algunos
investigadores apuntan a que, en realidad fue el emperador romano Aureliano
quien estableció esta fiesta invernal en el siglo III como réplica oficial a lo
que los primeros cristianos celebraban con anterioridad: el nacimiento de
Cristo. La fecha del 25 de diciembre se calculó basándose en algunas tradiciones
judías y cristianas, aunque las iglesias ortodoxas han fijado la Navidad en el
día 6 de enero. La fiesta pagana se celebraba en honor al Sol invictus. Al parecer, en la Roma del siglo I no había una
celebración similar.
Sea como sea, Navidad es una palabra que evoca vida. Y la
vida, en la Biblia, está íntimamente ligada a la palabra. El evangelio del día
de Navidad es el himno de san Juan: En el
principio estaba la Palabra… y la palabra estaba en Dios, y la palabra era
Dios. Por ella se hizo todo cuanto existe…
Palabra, carne, vida. Tan solo se necesita esto para que
existamos. Tan solo se necesita esto para hacer literatura. La voz, el autor, y
un fuego interno que inspira.
Seáis creyentes o no creyentes en Dios, a todos los lectores
de este blog os deseo una feliz Navidad y que el año nuevo sea fecundo en
vosotros: en palabra, en vida, en creación.
Le pongo banda sonora a estos
deseos…
Y me despido con un párrafo de José Luis Martín Descalzo
sobre esta fiesta:
Aquella noche se instauraba el reinado de la locura. A la misma hora que él nació, alguien se revolcaba en las próximas casas de Belén; alguien contaba sestercios en un palacio de Roma, algún sabio daba en Alejandría los últimos toques a la piedra filosofal, algún general demostraba en las Galias que la espada es la reina del mundo. Pero el bebé del portal comenzaba a dar a esas cosas la verdadera medida: estiércol. Traía una nueva moneda para medir las cosas: el amor. Era Dios, era «nuestro» Dios, el único que como hombres podíamos aceptar. El único que no nos humillaba con su grandeza, sino que nos hacía grandes con su pequeñez. Ortega y Gasset lo formuló muy bien: Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más grande que se puede ser…