Otra entrada que no va de literatura exactamente, más bien de filosofía. Aunque tiene mucho que ver con las letras, como se verá.
Aien aristeiein! Sé el mejor. El primero. El más valiente, el más
fuerte, el más rápido, el más bello. El excelente entre todos. ¡Siempre el
mejor!
No, no es el lema de un
equipo deportivo ni de un grupo de scouts. Es la frase que encarna el valor
máximo de la antigua Grecia, el lema de Aquiles y de los héroes homéricos, el
afán de todo hombre libre que se preciara: sé el mejor.
Sé el mejor. Así, engastado en versos épicos, este principio ha pasado a infiltrarse en
la médula de nuestra cultura occidental. El afán por la excelencia y la
competitividad que este principio acarrea son característicos de nuestra
civilización. Pero en los últimos siglos no han faltado los detractores de
esta mentalidad: para ciertos psicoanalistas conduce directo a la neurosis;
para los sociólogos es detonante de la desigualdad; para algún filósofo será
causa de violencia y guerras.
Por otra parte, tal como
señala Donald Kagan, profesor de Yale, en su
curso sobre la antigua Grecia,
nuestra civilización ha bebido de otra fuente, la tradición judeocristiana, que
nos propone un principio diferente. El sermón de la montaña ensalza a los
humildes, a los pobres y a los perseguidos. Es un discurso subversivo que pone
el mundo al revés. Toda la cultura que deriva del cristianismo inculca el valor
de la humildad y de lo pequeño.
Los
primeros serán los últimos.
También esta convicción
ha sido criticada. Quizás el ataque más rotundo fue el de Nietzsche, que veía
en el cristianismo una religión de cobardes y mediocres. Y, hoy, mucha
literatura en torno a la autoestima, al «poder que está dentro de ti», va en
esta misma línea de forma mucho más edulcorada, menos ceñuda y trágica pero no
menos clara. Aunque sospecho que más de un griego clásico, leyendo estos
manuales, quedaría espeluznado y tildaría ciertas afirmaciones de clara muestra
de la hybris más flagrante. ¿Cuántas
veces habremos escuchado o leído: «somos dioses»?
Esta oposición: sé el
primero versus sé humilde, no solo se
da en un plano filosófico y social. Se reproduce en la vida de cada persona. O,
al menos, de muchas personas.
Yo misma crecí con el
alma tensada por estos dos valores. Sé la mejor, sé la primera, fue el lema que
me quedó grabado en la mente desde los primeros años de colegio. Por otro lado,
también me inculcaron desde muy niña la importancia de pensar en los demás, de servir,
de no ser egoísta ni aspirar a ser siempre la primera… Afán de excelencia, espíritu
humilde. ¿Cómo conjugar ambas?
Occidente, dice el
profesor Kagan, es una cultura que vive ese desgarro interior a lo largo de
toda su historia. «Se nos exige éxito y competencia al más
alto nivel y, al mismo tiempo, se acusa a la gente por perseguir la excelencia
en vez de la humildad. Esto es la civilización occidental, amigos». Una civilización
esquizofrénica y contradictoria, gloriosa y miserable, capaz de las mayores
hazañas, de las peores guerras y de extender hasta el último rincón del mundo la
bandera de los derechos humanos.
¿Es posible encontrar una síntesis? Entre
endiosarse y humillarse, ¿hay un término medio? ¿Se puede aspirar a la excelencia sin caer en la neurosis o en la
competitividad asesina? ¿Se puede ser humilde y a la vez libre para vivir una
vida plena y creativa?
Quiero creer que sí. Releyendo a Martín Descalzo me topo con esta
frase que parece que me ha estado acechando: «Todo hombre debe dar dos pasos:
el primero, aceptarse a sí mismo; el segundo, exigirse a sí mismo. Sin el primero
camina hacia la amargura. Sin el segundo, hacia la mediocridad».
Pues sí. Humildad para
aceptarse ―¡qué paz!― y coraje para exigirse ―¡la alegría del logro!―.
De momento, estoy convencida de que la
humildad es un principio insuperable para convivir con uno mismo y con los
demás. Pero cuando estoy sola escribiendo, desafiándome a mí misma, ratón en
mano y la pantalla de mi ordenador enfrente, ¡que viva Homero!
Aién
aristeiein!