El otro día lo escuché por la radio. Y ayer tuve la ocasión
de verlo con mis propios ojos. Me detuve ante la pared acristalada para leer el
anuncio del propietario, una larga nota impresa en un papel A-3 y pegada con
celo en los cuatro vanos de la entrada del local.
Sí, la noticia era cierta. Por la dichosa crisis y la caída
en la venta de libros,
Catalònia,
la librería quizás más emblemática del centro de Barcelona, cerraba sus
puertas.
Leí la nota con tristeza, como quien no quiere creérselo.
Apenas una semana atrás todavía era esa librería moderna con aire de biblioteca,
concurrida y acogedora ―¿qué espacio cubierto de libros no lo es, para un
amante de las letras?―, donde podías encontrar todos los libros, incluso los que difícilmente se podían encontrar
en otras partes salvo, claro está, La Casa del Libro y El Corte Inglés. Pero la
Catalònia era más que una librería grande. Leyendo esa nota «de defunción» me
dije que su muerte era un signo de este cambio de época que vivimos, tiempos
revueltos donde también la literatura vive sus agonías y sus despertares, la
inevitable expansión del papel a las ondas, el ocaso del mundo editorial
clásico y el apogeo de las letras en la Red. Sí, el cierre de Catalònia es un
canto del cisne en esta época de transformación, donde veremos muchas otras
muertes, pero también amaneceres.
Y se despierta en mí una cierta rebelión, un cierto deseo de
unirme a ese canto nostálgico al viejo mundo, al mundo del papel, del largo
proceso editorial en el que intervienen un montón de personas, nombres que
quizás nadie conocerá porque no salen en la tapa… Ese mundo donde la literatura
todavía tiene mucho de artesanal, tanto por parte del escritor como del equipo
de correctores, ortotipógrafos, diseñadores e impresores que hay detrás. Un
mundo donde un libro no se puede parir deprisa.
El mundo de la letra impresa en libros de tomo y lomo. Por mucho que la
literatura digital avance, y aunque sé muy bien que pronto me compraré mi
lector digital, aún prefiero el libro de siempre, el de hojas y papel, el que ha
costado dinero porque hay muchas manos detrás de él, el que huele a viejo
cuando envejece y se arruga cuando se lee mucho. Un invento genial que, por
mucho que clamen algunos, sigue siendo para mí el formato más práctico,
sostenible, limpio, ecológico y cien por cien reciclable. (Estoy segura de que
para hacer un libro se cortan muchos menos árboles y se quema mucho menos
petróleo que para fabricar un solo componente de un lector electrónico.)
Sirvan estas líneas de homenaje a todos los libreros que han
trabajado durante décadas por ofrecer al público uno de los mayores tesoros que
se pueden brindar. A todos los que han tenido que cerrar y a los que resisten
contra viento y marea.
Dicen que donde estaba la Catalònia pondrán un McDonalds.
Vaya. ¿Otro? Parece que las hamburguesas no están en crisis, como los libros…
Bueno. En la calle Princesa de Barcelona hay otra antigua librería, la
Almirall, que ya hace años cerró para convertirse en horno de pan. El establecimiento
ha conservado la estructura antigua: el mobiliario, el cartel, el escaparate
modernista. Es un horno estupendo, donde venden panes artesanales con harinas
de cereales diversos ―confieso que soy clienta esporádica de esta panadería,
fan del pan vikingo y del tres espigas―.
Aunque me da una cierta pena contemplar las viejas estanterías, que un día
estuvieron repletas de libros, ahora ocupadas por brioches y latas de aceite
ecológico.
Claro, hay que comer. Ay… No solo de pan vive el hombre.