Retórica y demagogia

Cuenta la leyenda que Lisias, el famoso orador ateniense, recibió un día la visita de un cliente que le encargó un discurso. Le pidió que escribiera un alegato para su caso, que debía presentar a juicio. Lisias aceptó y le preparó el discurso. Al día siguiente se lo llevó al hombre y este lo leyó, quedando admirado: Lisias, es un gran discurso, no puedo perder, ¡gracias! Lisias regresó a casa. Más tarde, oyó que llamaban a su puerta. Era su cliente, preocupado. Lisias, he leído el discurso de nuevo. Me equivoqué: está lleno de argumentos contradictorios, hay fallos graves en tu lógica… ¡No se sostiene! Lisias respondió: Calma, amigo. El jurado sólo va a escucharlo una vez.

Estos días he escuchado unos cuantos discursos de diferentes líderes políticos. De todos ellos podría extraer una lección de retórica. Una retórica estudiada e impecable, contenidos humanitarios, tono personal y la dosis justa de pasión y sentimentalismo. He oído discursos que, fuera de contexto, nadie sería capaz de refutar. Discursos que, de entrada, entran y penetran, entusiasman y convencen.

Lo malo es que, como el jurado ateniense, la mayoría de ciudadanos no escuchamos el discurso una segunda vez.

Y lo malo es, también, que muchos de estos discursos, insertados en su contexto global, tampoco se sostienen.

En estos últimos días he podido escuchar y ver, en directo, una muestra espléndida de retórica política. Y también unas cuantas muestras de lo que Platón llamaría demagogia, pura y dura. Es decir, el uso de las palabras para crear un relato y convencer al oyente, aunque el discurso se aleje de la realidad o sólo tenga en cuenta una parte.

Me admiro y me estremezco porque compruebo el poder de las palabras. Palabras tan potentes como las imágenes, tan hirientes como las armas, tan incitantes como la mejor droga. He visto multitudes arrastradas por la emoción. Y he sentido, también, el odio reverberando a flor de piel. Odio que se desata en violencia. Una violencia retórica, verbal y gestual… Tiemblo pensando qué haría una voz que grita odiando si tuviera entre las manos un arma, y no un móvil o una bandera.

He observado dos cosas interesantes, y también inquietantes. La primera es el uso de la pasión. En muchos discursos ha primado el sentimiento por encima de la razón. Han sido discursos para despertar emociones, y ante esto no hay razón que se resista. Las emociones no han sido serenas, ni benevolentes, ni positivas, por más que el discurso se llene de conceptos pacíficos y tolerantes. Las emociones que han encendido estos discursos han sido de rabia, rechazo, indignación y revancha. ¿Saben los oradores que están jugando con fuego?

La otra cosa que he observado en algunos discursos es el tono victimista y la despersonalización del enemigo. El enemigo nunca tiene cara de persona, nunca es humano. El enemigo siempre es una institución, un estado, un ente abstracto que se convierte en el monstruo sin rostro, la fuerza del mal a la que odiar y combatir. Y esto me preocupa. Porque un enemigo sin rostro no es humano. Por tanto, puedo odiarlo. Puedo destruirlo. No cometo delito atacándolo. La historia nos enseña tristes ejemplos de líderes que utilizaron esta misma estrategia para justificar sus genocidios.

No quiero escuchar más discursos. Aunque ahora sé de qué pie calzan nuestros políticos. ¡Buenos discípulos de Lisias! De todos los que he oído, más de diez, muy pocos resistirían una segunda escucha. Uno solo resistió la tentación de jugar con los sentimientos. Uno solo resistió la seducción de la demagogia, del victimismo, del echar culpas a ese enemigo malo y monstruoso que nos quiere devorar… Uno solo se valió casi únicamente de la razón, de los hechos, y no de las armas retóricas. Me pregunto si alguien lo querrá escuchar de nuevo. Me pregunto, con tristeza, por qué somos tan irracionales...

Esta es la belleza contradictoria del ser humano: nuestra pasión nos hace heroicos, capaces de ir más allá de nosotros mismos, de amar y de entregarnos, a una persona o a una causa. Esa es la cara. La cruz es que la misma pasión nos puede enloquecer y destruir. El mismo corazón que ama puede ser morada de odio. Y los retóricos, como buenos psicólogos, lo saben. Conocen nuestros sentimientos y afilan sus armas. ¡Si tan sólo fuéramos conscientes de ello!

Acabo con una cita de otro ateniense célebre, en boca de uno de sus personajes. ¡Ojalá la hiciéramos nuestra! Antígona, ante el rey Creonte: «No nací para compartir el odio, sino el amor». 

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