El tintero

Mi abuelo era maestro. Tenía en la sala del piso alto un escritorio. Era un secreter de aquellos antiguos, con parapeto, cajoncitos y su juego de tintero, secante y cortaplumas.

Cuando se jubiló mi abuelo prefería el campo, la huerta y el corral a la soledad de aquel salón donde apenas nadie entraba. Para mi hermana y para mí aquella sala con la biblioteca y los sofás, que olía a madera y a polvo soleado y donde se respiraba un silencio de capilla, era un reino prohibido que nos incitaba. Un día, nos aventuramos a la conquista del escritorio.

El abuelo compró unos tarritos de tinta negra y roja, nos dio unos cuantos folios y nos enseñó cómo utilizar las plumas. Mojar, escurrir la tinta sobrante, deslizar el filo de metal, oblicuo, sobre el papel. Con la presión justa y sin pausa, para evitar manchones. Con firmeza y suavidad.

¡Escribir en pluma es un arte! Y aquellas dos chiquillas que éramos, ávidas de  novedad, nos peleamos con el sutil instrumento cuando apenas habíamos empezado a dominar el lápiz. La letra salía torcida, los dibujos no se podían corregir… Había que pensar antes de trazar la línea inexorable. ¡Ay, las manchas! ¡Ay los trazos desviados! ¡Ay aquella cara que quedó deforme, el ojo desproporcionado, la mueca desigual! ¡Ay la recta que se convirtió en curva sin permiso del dedo conductor! No aprendimos a utilizar el secante.

La racha nos pasó al cabo de unas semanas. Durante un tiempo guardamos aquellos bosquejos de tinta china en unas carpetitas de color azul, donde metíamos todas nuestras creaciones. No conservo ninguno, se perdieron. Años más tarde, cuando me regalaron las primeras estilográficas, volví a utilizar la pluma. Nunca me he acostumbrado a escribir con ella mucho tiempo seguido. Si se persevera, es gratificante. La escritura con tinta pide precisión, delicadeza, elegancia. Mi letra con tinta era más menuda, ligada y regular. La tinta se hizo para la caligrafía inglesa que aprendían nuestros abuelos, inclinada hacia la derecha, pausada y elegante. La letra de un diploma o de una invitación de bodas. Una letra que es más que letra: es dibujo, es bordado, es filigrana. No me extraña que en Oriente hayan convertido el trazo caligráfico en obra de arte.


Ahora puedo rememorar aquellos días de sol y silencio en el escritorio del abuelo. Plasmábamos en tinta nuestra fantasía mientras afuera, en el patio, las golondrinas se llamaban bajo los aleros del tejado, a la sombra del manzano. A veces añoro la tinta y el escribir a mano, una escritura lenta y sosegada, que pide reflexión. Piensa antes de escribir. Dicen los grafólogos que la letra no solo refleja el carácter; también se puede pulir el carácter modificando la grafía. ¿De qué manera templa el carácter escribir con pluma? Ah, nos falta paciencia. Me consuelo yendo a Internet y descargando en mi ordenador alguna de esas fuentes catalogadas como handwriting, calligraphy o vintage. Hay mucho arte detrás de esas letras… y no hay manchas. 

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